Existe una conciencia creciente sobre la crisis que viven los sistemas y el mismo concepto de democracia. Las razones son múltiples. En cualquier caso, resulta remarcable y bastante evidente la progresiva erosión de la cultura política liberal. El aspecto más castigado es el de la tolerancia, base sobre la que se sustenta cualquier apuesta de sociedad y el asegurar la convivencia de lo diferente. Hemos transitado en los últimos tiempos desde el pluralismo fundamentado en la tolerancia hacia un tribalismo irrespetuoso e incluso ofendido ante la diferencia. El resultado es una polaridad ideológica y política, pero sobre todo emocional, que genera situaciones conflictivas y de negación que llevan a esto que se ha dado en llamar la “cultura de la cancelación”. El individualismo extremo impulsado desde los 80 ha terminado mudando hacia un identitarismo que, paradójicamente, niega los mismos principios sustentadores de las sociedades liberales. Los más pesimistas creen que estamos frente al principio del fin del modelo liberal que conocíamos y que constituyó la base de nuestro mundo en los tres últimos siglos. Se mantiene de la terminología y las formas del Estado de derecho clásico, pero se subvierten los valores y equilibrios más allá del mantenimiento de las elecciones como modalidad de legitimación. Se pervierte la división de poderes y se genera una dinámica polarizadora que falsea la libre concurrencia de proyectos, políticas y opiniones por una fuerte tendencia al unanimismo forzado.

Las mutaciones en la conformación de la opinión pública acaecidos en los últimos años de la mano de lo digital, pero también de las mutaciones en la práctica del periodismo ayudan a entender los notables cambios en los comportamientos sociales. Se han diluido las fronteras entre información, entretenimiento y publicidad. Los medios, en aras de su supervivencia, han colaborado a ello. El inmenso ruido comunicativo requiere mensajes extremadamente simples y que, sobre todo, llamen la atención. Ésta es muy limitada y su captura tiene cada vez más valor económico. Se imponen pues los mensajes breves, impactantes, ruidosos, fáciles y emocionales. La finalidad es mostrar la pertenencia al grupo y reforzar su inclusión y cohesión. Cuando Trump apeló a los hechos alternativos para refutar la evidencia entramos en el ámbito de un relativismo absoluto. Ya no existía la posibilidad de conocimiento en sentido genérico y abstracto. Se imponía una "epistemología tribal". De forma paralela triunfaba lo que Adorno definió como el “narcisismo de la opinión”. Una especie de obligación a expresar el punto de vista propio de forma categórica y escasamente matizada. Hay que tener opinión, aunque no se tenga criterio. Se debe formar parte de uno de los bloques contrapuestos, es necesario inscribirse en la dialéctica amigo-enemigo. Más que los valores del propio grupo, es fundamental la existencia de un enemigo al que odiar. Se debe imposibilitar el eliminar la trinchera cavada y mucho menos atravesarla. Estamos ante lo que la teoría política ha llamado "partidismo negativo".

El populismo en su versión derechista, o de nueva extrema derecha, pretende recuperar la vieja fórmula de la soberanía estatal, con fronteras precisas y delimitadas, homogeneidad cultural interna y valores tradicionales frente a la nueva diversidad defendida desde el progresismo. Resulta bastante paradójico, el hecho de que esta derecha pretenda rehacer la cohesión y los vínculos de proximidad que la globalización que tan festivamente defendía generó. Se actúa como si los efectos unificadores del modelo neoliberal, las migraciones masivas o el refugio en la multiplicidad de la diversidad no tuviera nada que ver. Enfrente, la izquierda más identitaria que de clase, impulsa luchas sociales específicas sin un proyecto de transformación económico y político global, como si el futuro se pusiera en manos de la adoración de pequeños dioses particulares erigidos o cooptados en el extenso mercado de la diversidad. Ya no existe una noción de ciudadanía única o de comunidad nacional específica, sino un sinfín de grupos de identidad que se arrogan el derecho a la primacía de sus preocupaciones y a condicionar el conjunto social. Lo cierto es que en el último cuarto de siglo todos los grandes relatos se han derrumbado. Las personas, carentes de referencias razonables, se comportan de forma cada vez más irracional, frenética y con tonos desagradables. El mundo se interpreta en términos de personalidad individual. La política anima a las minorías a atomizarse, organizarse y pronunciarse a la defensa de su yo. Hoy en día, la vida pública está llena de personas ansiosas de librar batallas por una revolución que no deja de ceñirse a una tribu y que poco tiene que ver con la posibilidad de emancipación económica y social real.