El último espanto: Quim Torra ha sido nombrado candidato, desde el exilio berlinés, fruto del triunvirato Puigdemont-Artadi-Pujol. Ha sido presentado este jueves a través de las redes, con aparición sorpresiva en TV3 sin careta ni anuncio, al estilo de los años del hierro, con la gente acurrucada junto a la emisión clandestina de Radio España Independiente, emulando a la noche triste de Julián Grimau ¿De qué van los indepes? De llorar por la patria en la puerta de las prisiones, cuando saben que toda esa trifulca --con libertad de presos incluida-- se podría arreglar volviendo a la legalidad constitucional.
Tirar de la cuerda vuelve a ser la respuesta de Puigdemont. Se lleva por delante la posibilidad de un Govern legal con un presidente de rigor intelectual, como lo podía haber sido Ferran Mascarell (su único activo), para nombrar a un agitador, como Torra. El candidato conoció la Ciutat Vella de Barcelona cuando Xavier Trias era alcalde y acabó propulsando el Born, no por nada sino porque significaba volver al lugar del crimen: el lecho urbano de la Barcelona amurallada sobre la que Felipe de Anjou lanzó los cañones de Espartero. Historia; siempre la odiosa historia de un pueblo (el mío) que los indepes quieren adocenar a golpes como a un perro sin dueño. Capitalizó la feria del Born ciudad de resistencia, sin haber entendido nada de la Cataluña austracista que defendió la causa dinástica del Archiduque Carlos, en 1714. Torra y los suyos hacen de aquel capítulo el origen de la lucha por la emancipación nacional. La tierra milenaria no les llama y tampoco saben que la vieja Corona de Aragón fue la casa común de un esfuerzo por crecer en España y unificar la Europa del Renacimiento. Prefieren el rencor.
Torra creció ideológicamente en el Born. Jugó a ser el gran hacedor de la memoria de la nación; conjugó esfuerzos con Miquel Calçada en las muestras de la Barcelona doliente. Aquella gestión reportó pingües ganancias para las fuerzas motrices. Se trata de un capítulo apenas conocido; una página perdida del pasado reciente sobre el que volverán las crónicas y las investigaciones. Al fin y al cabo, en el nacionalismo no se conoce efemérides sin merienda y sobre.
En la puerta del despacho de Quim Torra en el Parlament de Catalunya hay una imagen de Winston Churchill con el Never surrender (rendición jamás), que el primer ministro británico pronunció en junio de 1940 en la Cámara de los Comunes. Este despacho, que Torra comparte con Laura Borràs y Francesc Dalmases, se conoce como el war room (sala de guerra). En la puerta, un aviso: "Estáis a punto de entrar en el espacio libre de la República catalana". Todo muy original, y es que el chico no da para mucho. Será el títere de Puigdemont, mientras el expresident se reinstala en el exterior, como jefe del Consejo Republicano (subidón porque yo lo valgo) para dictarle a la Generalitat todo tipo de desafíos. Tendrá desde el primer día, una espada de Damocles en el Pati dels Tarongers: si pía, la justicia le caerá encima. Triste, muy triste. El país se no merece a esta gente frontalizada, de chambergo con degüello en el pescuezo y gesto trágico.
Quim Torra y Laura Borràs son tal para cual. Van enfundados en los hábitos canónicos de la Cultura Catalana. Destinan una parte de su vida al renacimiento de valores que ellos creían hurtados por España, pero que conviven con nosotros desde que la democracia devolvió la normalidad a las aulas. En búsqueda peregrina del jusqu'au bout, versión doméstica, han hecho buenas migas con la CUP. Quim y Laura son familiares en el mundo de las plataformas anticapitalistas y situacionistas, al decir de Anna Gabriel. A ellos dos, JxCat les encargó en su momento mantener una ventana abierta con los chicos de planfleto y barricada. Si salen calientes del horno anarcoide, poca cosa harán en el proscenio del poder. El abogado y editor se sube mentalmente en el trono, sin advertir el reclamo torticero de su dueño. No solamente es títere, sino que recuerdo el uso literario del "idiota de la familia" descrito por Sartre en aquel mamotrético ensayo de nunca acabar que quiso desmontar la estética heroica de la ficción de Flaubert girando sobre la admiración que le producían los totalitarismo utópicos.
Torra, en el fondo de alma, todavía no debe creerse que será president. Vale la pena recordar sus desvelos para que Puigdemont se hiciera presente y fuese investido estando en busca y captura. En los servicios jurídicos de la cámara legislativa catalana se recuerda cómo prepararon la sala de la noche. Al día siguiente, a media mañana, Roger Torrent anunció el aplazamiento del pleno para no desobedecer al TC. Y la noticia estalló en el war room. Desde entonces a Torra y Borras les llaman los “irreductibles”; y también desde entonces el frente común del bloque independentista anda resquebrajado y roto. Y Torra teme lo peor en el último minuto. No hay nada que proteger, salvo la no repetición de unas elecciones.
Torra es un abogado que conoció Suiza trabajando en una empresa aseguradora y volvió a casa hecho un basilisco por culpa de la España que nos roba (menuda sandez). Fundó la editorial A Contra Vent, un esfuerzo alternativo que no ha dejado de crecer --como sus negocios periodísticos vinculados a las subvenciones públicas-- como constelación de republicanos añejos y robles que deberían conformar la memoria de la patria. Él ha bautizado sus colecciones como de resumen del periodismo literario catalán, aunque, con todos los respetos a sus negros, está muy lejos de la obra magna que quiere emular (Selecta, Crema, etc.) o de los rastros dejados por los sellos que combinan calidad y distancia.