El procés, o lo que queda de él, sigue siendo una máquina de trinchar. Después de trinchar partidos políticos --casi todos--, está trinchando las instituciones. La Generalitat en manos de Quim Torra es una caricatura de lo que fue y el Parlament se quiere ahora sustituir por una organización fantasma llamada de cargos electos, todos independentistas, que se reúnen en el Palacio de Congresos de Barcelona, votan a mano alzada y al final, como unos hooligans cualquiera, cortan un rato la Diagonal. Afortunadamente, tanto despropósito no es aún suficiente para acabar con la Generalitat ni con el Parlament, que seguirán --mientras se pueda votar en libertad-- representando a los ciudadanos de Cataluña.

Pero la máquina de trinchar no se detiene. Las últimas instituciones sometidas a la cuchilla destructora son los Mossos d’Esquadra y la Universidad. Los Mossos han pasado de ser la policía integral, ejemplar e intocable elogiada por su actuación en los atentados de agosto de 2017 en Barcelona y Cambrils --nadie se atrevió a cuestionar si el “abatimiento” de los terroristas pudo haberse evitado-- a convertirse en el punto de mira de los ataques de los dirigentes independentistas --con Torra al frente-- por comportarse como cualquier policía para sofocar los gravísimos disturbios ocurridos en Barcelona y en otras ciudades en protesta por la sentencia del Tribunal Supremo sobre el procés.

Toda actuación policial debe mantener unas pautas determinadas y cumplir los protocolos adecuados. Hay algunas imágenes de estos días que merecen que se investigue si ha habido excesos, pero la ofensiva contra los Mossos de los mismos que antes calificaban de “campaña” cualquier crítica no se detiene en esas acciones discutibles. Se trata de una impugnación general porque los Mossos han osado combatir a los revoltosos, a quienes no solo no se les reprocha la violencia, sino que son considerados nuevos “presos políticos”.

La Universidad es la otra institución contaminada por el procés. Diversas universidades han aprobado manifiestos unilaterales en los que se asume el relato independentista, se critica la sentencia del Supremo y se condena la violencia, pero solo la policial, con un escandaloso sectarismo indigno de la institución universitaria. Peor aún: las universidades más importantes de Cataluña --la UAB, la Pompeu Fabra, numerosas facultades de la de Barcelona, la de Girona y otras-- han accedido a la presión de un sector de los estudiantes y --saltándose todas las reglas, incluido el plan Bolonia— han sustituido la evaluación continua por exámenes finales para que los alumnos no pierdan el curso si van a la huelga y participan en las protestas callejeras. El caso de la UPF es más grave aún porque, tras rechazar el claustro el examen final, se revocó la decisión después de que grupos de estudiantes protagonizaran encierros y bloqueos de los accesos.

El catedrático de Historia Moderna Roberto Fernández, exrector de Lleida y expresidente de la conferencia de rectores, lo explicaba mejor que nadie el pasado viernes en un artículo en El País: “Uno de los grandes valores de la Universidad pública como institución es mantenerse autónoma ante el proceloso mundo de la política partidaria. Si conserva la neutralidad, sirve a todos los ciudadanos; si toma partido, solo sirve a una parte. La premisa fundamental es que las autoridades académicas son representantes institucionales de todos los miembros de la comunidad universitaria, y no lo son de ninguna opción política concreta, puesto que no son cargos políticos representativos. Y es precisamente por eso que, en el marco de una sociedad democrática, tienen la inexorable obligación de mantener la independencia y la neutralidad institucional de la Universidad como uno de sus principales ethos”, escribía. “Y son precisamente los dirigentes académicos quienes deben sustentar tal neutralidad, aun cuando, en determinadas coyunturas, ello les reporte problemas e incomprensiones”, añadía.

Esos “problemas e incomprensiones” están en la raíz del verdadero motivo de ciertas actuaciones, que no es otra que la cobardía y el gregarismo de autoridades y representantes de las corporaciones de la llamada sociedad civil catalana al tomar decisiones que puedan señalarlos si se enfrentan a la presión atmosférica creada por el procés.

La sustitución de la evaluación continua por el examen final recuerda el conflicto del llamado “aprobado general político” que se planteó en el tardofranquismo (curso 1974-75), en el que las universidades aprobaron a todos los alumnos porque el año se había perdido debido a las huelgas de estudiantes y profesores. Con una gran diferencia: entonces no se impedía a nadie entrar a las facultades y se luchaba contra una dictadura, contra el poder, mientras que ahora los que protestan y bloquean los centros están protegidos por el establishment, por el poder.