La política española descarrilla y se desacredita casi todos los días. Es asombroso que la clase política no comprenda que, en un momento en que toda la sociedad ha hecho un esfuerzo admirable al enfrentarse a la pandemia del coronavirus, el tono de la discrepancia debiera de ser más mesurado y constructivo que nunca. No extrañe que los políticos mejor valorados --pocos, como por ejemplo el alcalde de Madrid-- vayan a ser los que han actuado con centrismo social, sin hiper-ideología, con gestión avalada por el rigor científico y sin levantarse todas las mañanas pensando como meter el dedo en el ojo del adversario. En realidad, el lenguaje político que se impone estos días es el de amigo-enemigo con ideologización arcaica en vena, de una parte, y por otra olvidarse de que --como ocurre con el PP-- se es partido de gobierno.

Sobresale la ligereza despectiva con que Pablo Iglesias fabula golpes de Estado y a la vez conjuga el verbo nacionalizar, como si no hubiese suficiente evidencia empírica en contra. Incluso en la izquierda posible hay quien cree que Podemos ha aventajado a Vox en capacidad regresiva. Esto va mermando la identidad histórica del centro-izquierda en España, tras la marca de fábrica del felipismo. Si Pedro Sánchez le deja, Iglesias va a acorralar a la ministra Calviño. Se le ve sin reparos a la hora de amedrentar a la inversión extranjera. El dialecto chavista le cunde con el estado de alarma.

Pablo Iglesias ha cogido las riendas para parar los pies al golpismo “facha” mientras que aquellos ministros que saben que les pagamos para tener sentido de la realidad --por ejemplo, matizar la reforma de la ley laboral-- intentan adecuarse a los parámetros y a las transacciones múltiples de la Unión Europea a fin de afrontar con estrategias económicas sólidas el impacto desazonador de la pandemia. Es peculiar que Pedro Sánchez le de alas a Iglesias --o no sepa cortárselas-- cuando se presenta como la voz del Gobierno. En otro registro, a Pablo Casado las intervenciones parlamentarias de su portavoz en el Congreso le hurtan titulares y van incomodando notablemente a quienes en el PP quienes conjugar valores y pragmatismo, concordia y debate parlamentario, moderación y potencia crítica.

Si interpretamos que Pablo Iglesias intentaba otra operación de fumistería para camuflar la crisis del Gobierno con la Guardia Civil es probable que el remedio haya sido peor que la enfermedad. Ese “Y cierre usted la puerta” a Espinosa de los Monteros no tan solo es como el despido fulminante del dueño del cortijo al jornalero que le ha robado un pollo: representa una falta radical de respeto a los modos y esencias parlamentarios, una carga de profundidad. Iglesias rebasa y de largo los límites de norma y respeto que el ejecutivo le debe al legislativo. “A sensu contrario”, según los estereotipos actuales, ese tono sería propio de un señorito de Vox o de una marquesa regañando a la sirvienta que le ha comprado fruta demasiado verde. De modo increíble, la prepotencia destemplada de Iglesias se explayó en la Comisión de Reconstrucción, que debiera ser el ágora para las ideas de futuro y recuperación económica, un factor de racionalización frente al peligroso virus del partidismo y la manipulación del lenguaje, que es lo mismo que falsear la realidad. El vicepresidente segundo es un ferroviario de lujo, muy idóneo para descarrilar de la política. En realidad, ese es su destino.