Decía el ensayista inglés Douglas Adams que nada viaja más rápido que la luz; con la posible excepción de los rumores, que obedecen a sus propias leyes. Nunca había esto sido más cierto que en los tiempos de la maraña digital en la que andamos enredados; que hace improbable la dictadura, al tiempo que insufrible la política. Efectos secundarios de la globalización, que al vaciar de contenido la soberanía de las administraciones locales en favor de las instituciones supranacionales, ha causado una crisis de identidad en los partidos políticos, que se traduce en una falta de ideas que aboca a la apatía del electorado y, por ende, a la parálisis parlamentaria.

Con frecuencia, a falta de propuestas motivadoras, los partidos recurren al desprestigio del adversario político, con la esperanza de que el oponente resulte aún menos atractivo que ellos mismos a ojos del votante. Y se meten así en círculo vicioso, pues la crispación genera aún más mayor desinterés, que tratan de mitigar subiendo la intensidad y la frecuencia del tráfico con escándalos generosamente regados de artificiosa indignación y no poco histrionismo.

El torrente continuo de rumores, falsedades y distorsiones populistas no sólo corroe la democracia, sino que tiene el efecto perverso de favorecer la selección natural de aspirantes a políticos inmunes a los ataques públicos. Lamentablemente, esto, lejos de propiciar que destaquen los mejores, les da una ventaja competitiva a los cínicos inmunes al estigma, y a los mediocres que, más que no tener nada que ocultar, carecen de algo que mostrar.

La última ola de acoso mediático partidario, y acarreado por escudriñadores de tesis y libros, no hará nada por motivar el salto a la política de profesionales con una cabeza bien amueblada y cierto bagaje académico, y mucho por sembrar una desconfianza pública de la que acaban por florecer las crisis de legitimidad institucional de la que sacan partido quienes menos escrúpulos tienen, y cuya lógica de destrucción de la persona les lleva a cometer actos moralmente peores que aquellos de los que acusan a sus víctimas, como vimos en el caso Cifuentes cuando salió a la luz el vídeo del hurto del bote de crema.

En ninguna otra actividad profesional sería aceptable el grado de intromisión en lo personal y vilipendio público --que en ocasiones se extiende a la familia de los acosados-- al que se somete a los políticos electos. Los primeros que se rasgarían las vestiduras serían los propios periodistas, que viven de buscar y rebuscar en la basura biográfica sin tener que rendir cuentas a nadie, salvo a sí mismos. Pero los segundos seríamos todos los demás; y con toda razón: quienes se ven a sí mismos como guardianes de la pureza ética no siempre están libres de fariseísmo, ni suelen ver antes la viga que la paja.

Este estado de cosas es extremadamente nocivo para el sistema democrático. Los bienintencionados utopistas que concibieron Internet estaban convencidos de que la red se convertiría en una nueva ágora, un foro público para el libre intercambio de ideas, que aumentaría la calidad de nuestras democracias, porque estas no son sólo un sistema de gobierno, sino también un sistema cultural que lo hace funcionar con fluidez. Las redes sociales, sin embargo, se han convertido en un vertedero en el que se difama a sabiendas de que algo queda.

La democracia, para ser merecedora de tal nombre, ha de garantizar incondicionalmente el intercambio abierto de ideas y propuestas para que, gracias a la deliberación, podamos formarnos la opinión necesaria para elegir mediante el voto a los representantes más idóneos. Esta estructura democrática, tan costosa de erigir como barato es demolerla, se erosiona cada vez que el debate político se inclina a la mezquindad, y desde medios que se solapan con los intereses partidistas se manipula a los ciudadanos para inducirlos a actuar sin reflexión; ahogando el debate con desinformación, discordia y desconfianza; ruido que solo deja oír las voces de los que gritan.

Al igual que tras una inundación el agua acaba por volver a su cauce, la verdad suele salir a la superficie al cabo de un tiempo después de una campaña de desinformación sostenida exitosa. Pero para entonces, es bien probable que el daño ya sea irreversible, y que gobiernen demagogos cuya ambición política les hace inmunes a la retórica tóxica, de ataque personal, gracias a la cual han llegado al poder.