Al acabar el verano, Podemos desmonta su vivac altermundista en Biarritz, frente al G7, y enmudece de nuevo ante la última contraoferta de Sánchez. Es la tercera vez que Pablo Iglesias le niega un Gobierno a la izquierda. Podemos hunde sus raíces en el peronismo populista de baja intensidad. Sus camaradas viajan desde la dialéctica excitante hasta la praxis paralizante; mucho ruido y pocas nueces. Son así, y muchos no entendemos todavía por qué se les espera, una vez más. Han perdido media docena de trenes y, si pierden alguno más, no será ningún drama, pero se exponen “a cualquier tipo de comentarios en el andén”, como dijo Lady Bracknell, la mordaz victoriana de Oscar Wlide (La importancia de llamarse Ernesto). 

En Barcelona, con las calles todavía medio desiertas, Neymar perdió comba. El nuevo Barça de los cinco magníficos (sin ser aquel Zaragoza de Lapetra y Marcelino) se queda con las ganas. Al fútbol y a la política cabe aplicarles la Ley de los Rendimientos Decrecientes de los fisiócratas, según la cual un número demasiado elevado de aparceros es perjudicial para la cosecha; lo que trasladado al futbol nos dice que cuantos más jugadores hay en el área contraria, peor será su eficacia. Igual pasa en los partidos políticos, cuyo rendimiento es inversamente proporcional a las diferentes versiones de sus portavoces. Así ocurre en el PP de Cayetana y de su vicario corrector, el acendrado Pablo Montesinos; en Ciudadanos, con la versión nervuda de Inés Arrimadas frente a su agridulce contraria, Lorena Roldán; con Ione Belarra y Noelia Vera en el caso de Podemos y claro, con Jaume Asens y Gerardo Pisarello, en el caso de los comuns.

La confusión siempre es mayor cuando entran en escena los indepes. Ante el 11 de setiembre y la sentencia del Supremo, buscan la unidad del independentismo, cuya forja quiere ser Pisarello, instalado ahora en la Mesa del Congreso, y defiende Jaume Asens. Cojo al vuelo la pregunta de Emma Riverola, en El Periódico: ¿en nombre de quién habla Piserello? Y añado: ¿A quién c… representa? Es bien sabido que JxCat y ERC celebraron el pasado fin de semana una cumbre en Ginebra con entidades civiles independentistas en franca decadencia, con la presencia de Carles Puigdemont, y de la secretaria general de Esquerra, Marta Rovira. El objetivo de levantar la bandera de la unidad se quedó en nada, si no fuera porque los versos libres de los comuns se prestan al chantaje nacionalista. Pisarello de palabra y Asens, en su estudiada gestualidad. No olvidemos que el letrado Asens es un mundano menos quebradizo que, a la hora de apretar a Pedro Sánchez, dio la cara al sentarse el pasado julio junto a Pablo Iglesias, en el Congreso, ocupando la plaza de Montero, de baja por maternidad.

Los comuns buscan una salida para acallar sus principios asamblearios. Son una tribu urbana, carismática y voluble, que habla por las esquinas de derechos sociales y de moderneces culturales. Son los que, antes de entrar en el MNAC, estudian primero los retablos florentinos de la sociedad escocesa de finales del XVIII. Dan a entender que lo suyo no solo es lo bueno, sino que es inusual y muy escaso, como las noches del Grec en plena canícula. Desconocen la primacía de la ternura, el déficit acuciante de nuestros días. Quieren mezclar el tono sensible de la gauche caviar con el lamento de los descalzos, aunque no puedan sacarles del apuro. Su mundo es concomitante con los círculos territoriales que rodean a Pablo Iglesias; su mensaje es cansino: están ahí para que la socialdemocracia no se olvide de los derechos de los desheredados..

Vivimos un choque no frontal entre ultramontanos y ultramundanos; entre defensores de principios gnósticos sobre la patria --cuánto daño nos ha hecho la herejía cátara del mítico Canigó--  frente a progresistas de estelada. De montaraces frente a posmodernos; de modernistas frente a dadaístas. Barcelona es una ciudad florentina de rojos y azules; de blancos y negros; de güelfos y gibelinos; de sabios y etruscos, y hasta de centuriones (como Collboni del PSC) y generales sin tropa (Manuel Valls). Es la fortaleza que quiere ser demolida por un Govern contrario al progreso, como denuncia acertadamente la alcaldesa Ada Colau, al señalar al Govern como autor del desfonde callejero de vecinos y turistas. Se da la circunstancia de que un hay personaje romo e inconexo, como el consejero de Interior Miquel Buch, convencido que los top manta generan inseguridad, y castigador de los barrios asaltados por bandas a base de disminuir las dotaciones de vigilancia de los Mossos d’Esquadra. Y claro, han vuelto los somatents de vecinos cabreados, un adorno tradicionalista de muchos cuyos bisabuelos simpatizaron con las ensulsiadas de Saballs y Zumalacárregui. Y es que, como dicen los muy viejos del lugar, la pólvora de los trabucos carlistas todavía desata la adrenalina.

El Govern de Torra es incapaz de gestionar (no digan que Aragonès se las pinta solo, porque no es verdad). “Cuando camina entre los héroes”, su president se siente “recién condecorado”, un eco lejano de Pablo Neruda. Una evocación  que le es completamente ajena. Él se apunta a un bombardeo, pero no hay duda de que, por más que el president presuma de editor, en el Palau de la Generalitat se desconoce el rizoma profundo de las musas; lo suyo es el campo abierto, el nicho rural que le da de comer y de que hablar.

Pisarello y Asens tienen que decidirse entre el rencor (nacionalismo) y la praxis (Congreso de los Diputados). No es que las apariencias sean lo más importante, sino que las apariencias mandan, como mostró la inteligencia de Wilde en el solipsismo de Lady Bracknell sobre el andén.