Carros de fuego sobre el tiempo de las catedrales. Logroño y Burgos, blasones de la cristiandad, sometidas a las protestas en contra del confinamiento y el toque de queda. La gente quiere encasquetarle las culpas a alguien: al Gobierno federalista-sanitario o a las autonomías díscolas. Pero en las calles no hay consignas ni palabras de orden; solo acción. Los falsos mendicantes que queman contenedores están más interesados en conocer sus capacidades que en exponer sus quejas. Piensan en los resultados; miden sus facultades, no sus objetivos. Gestionan la hemorragia de los sentidos y mantienen su anonimato, dotado de una cualidad vigorosa: el miedo a la pobreza, a la enfermedad y al ridículo.
Los que gritan son una mezcla de Iluminatis, conspiranoicos y negacionistas del QAnon, unidos en torno a su orfandad. Los Mossos y la NASA “de órbita baja” no les pillan. ¿Cuándo se tomarán en serio a sí mismos los indepes? Al escritor vienés, Joseph Roth, síntesis de todos los naufragios, un poderoso editor en la sombra le encargó investigar y publicar las emanaciones del mal en todo el mundo, con tonalidades especiales para el nacionalismo, el patriotismo y el comunismo, ideologías de combate. De aquel experimento nació El Anticristo, un alegato moral contra la barbarie que emergía del autoengaño y de la frustración.
De forma similar a lo que experimentó Roth en los años 30, ahora mismo, quienes alientan la calle amenazan con la expulsión (de lo que no es nuestro) y el reasentamiento (de lo nuestro). El Anticristo piensa que las comunidades catalanas, perdidas en las inmensidades hispanas, salen ganando con el ruido desestabilizador. Destruir, para a continuación rehabilitar, resulta primordial; en el imaginario profiláctico del soberanismo, habilitar significa separar; catalanizar significa desespañolizar; establecer cabezas de puente Serbias; desmontar la expresión del otro para reconstruir la propia, como única personalidad, no compartida. Cada vez que hay ruido en la calle, el mundo nacionalista se impone la tarea de reconstruirse como lo hizo Konrad Meyer, autor del Generalplan Osten, en la Alemana del Reichstag.
Por pura incapacidad, en medio del carajal, el Anticristo catalán adopta la forma de ridículo planetario al conocerse que Víctor Terradellas, uno de sus colaboradores más fieles a Puigdemont, ofreció al Govern 10.000 soldados rusos dispuestos a defender Cataluña tras declarar la independencia. Y lo grave es que, Junqueras, cuando lo desmiente desde la prisión (ayer mismo), utiliza sus clásicas medias sonrisas de perdonavidas. Es un “no se nada”, pero os ibais a enterar, si lo supiera.
Nuestro principado es ya un gran olvidado. España entera acoge con cariño la bravura del joven logroñés, de madre barrendera, que denuncia a los violentos, aunque al Gobierno no le quepa otra que aplicar la libertad de manifestación esgrimida en un fallo de Karlsruhe, el Constitucional alemán, que obligó a dar marcha atrás a la prohibición de una protesta, en Giessen. Con la segunda ola de la pandemia, el ánimo de los ciudadanos ha entrado en barrena.
Malthus se pasea de noche por nuestros parques y jardines, sean de Sabatini o de Rubió, dispuesto a confirmar su lúgubre pronóstico; la inmunidad de rebaño, en la que cree Díaz Ayuso, solo demuestra que Trump es un cabestro. Pero una cosa es cierta: en España preocupa más la economía que la pandemia, según certifica la consultora Ipsos.
El Anticristo ha germinado esta vez en ciudades pacatas, que fueron devotas de Frascuelo y de María: frente a la Concatedral logroñesa, antigua Colegiata de la Rioja, o ante las agujas de Burgos, la inigualable Santa María, de advocación mariana. La protesta se ha desplazado después al urbanismo moderno de círculos temáticos y lupanares. Cuando se les acabe el combustible, a los jóvenes desnortados siempre les quedará la Plaza de Sant Jaume, fortaleza y lugar de culto. Allí, en el balcón de autoridades, los combatientes rendirán sus lanzas; se sentirán a salvo en la platea de los héroes.