Por fin un ministro cartesiano. José Luis Escrivá conoce el secreto para que la economía deje de ser la ciencia lúgubre de la que habló Carlyle. No somos ricos, pero nunca hemos sido menos pobres, especialmente si las cuentas públicas del gasto asignan sus recursos racionalmente. El nuevo ministro de Seguridad Social y Migraciones propone un spin off en el balance de la Seguridad Social, que pasaría el pasivo de las pensiones a los Presupuestos Generales del Estado, frenando al mismo tiempo las prejubilaciones y aumentando el periodo de cálculo de las prestaciones.

Se enfrenta de lleno a la crisis demográfica, fruto del cruce entre una población temerosa y una Administración entregada al populismo que recorta derechos a los migrantes. El enfoque de Escrivá será expansivo; ni más ni menos que el de Angela Merkel: los migrantes han de llenar el vacío de la población autóctona en el mercado laboral. Su recurso filosófico es una vuelta a los clásicos de la Economía, Ricardo, Torrens o Malthus, a la luz de las Doctrinas y de la moderna Econometría; pero por el lado de los desafíos, no de los miedos.

Escrivá presidió el Servicio de Estudios del BBVA, herencia del llorado profesor Sánchez Asiaín, y cuna de minesotos, como Miguel Sebastián, ex ministro y economista de cabecera de ZP. Será el contrafuerte de Nadia Calviño, referente técnico en la Bruselas de Mario Centeno (Eurogrupo), y en el Banco Central Europeo de Christine Lagarde. El nuevo ministro ha presidido desde su fundación la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (Airef), un organismo de referencia respecto al déficit y el techo de gasto, creado por la UE, para atar en corto los excesos de los estados miembros.

Es el hombre de negro, como lo fueron los temidos técnicos del Fondo Monetario, que venía a España a controlar las cuentas y prescribir curas de adelgazamiento del gasto público. Son muy comentadas sus comparecencias en el Congreso, cargando contra los que, desde el bando neoliberal, auguran el fin de las pensiones; y sin ser un militante de partido, ha sido especialmente ácido en las comisiones del Pacto de Toledo con los que quieren privatizar el sistema público. En los cenáculos político-económicos de la capital de España resuena todavía su polémica con el Banco de España, cuando el organismo Supervisor apreciaba signos de destrucción de empleo por la subida del 22,6% del salario mínimo interprofesional, decretada por el Gobierno salido de la moción de censura.

La economía de Pedro Sánchez tendrá cuatro patas: Calviño, Escrivá, Arancha González y María Jesús Montero, la ministra de Hacienda que gana fuerza ahora como Portavoz y pierde peso como contable. González, titular de Exteriores, refuerza la sombra económica de Sánchez, como librecambista y experta en comercio internacional, en absoluta sintonía con la OMC, el organismo que boicotea Donald Trump. El músculo intelectual de la imaginación relega un poco a las cuentas públicas: los Presupuestos vuelven al redil de las hojas de cálculo, como en la etapa de Miguel Boyer, cuando las ideas florecían más que los recursos.

Con Escrivá, que destacó en el BCE, renace además el despotismo ilustrado de los monetaristas del Banco de España, germen de los más grandes, Luis Ángel Rojo, Pepe Barea, Solchaga, Alfredo Pastor, Julio Segura, Andreu Mas-Colell, Ricardo Robledo o Santiago Roldán, en la estela de los históricos, como Joan Sardà Dexeus, Román Perpiná o Fabian Estapé, entre otros.

Escrivá entra con el caballo de Troya en lo que él llama la “reforma indolora de las pensiones”;  le endosa el marrón al Estado al tiempo que modifica el sistema paramétrico sobre la edad de jubilación. Como los buenos gestores su revolución parte del pasado: el factor de sostenibilidad aprobado por Mariano Rajoy, en 2013. Su apuesta por la ortodoxia representa ya una guerra abierta al sectarismo.