Desde la Selva Negra germánica hasta la ribera del Mar Negro, el Danubio baña y cubre Mitteleuropa, la civilización enclavada entre dos hitos: Viena y Budapest. El gran río es también ahora la frontera entre el Norte y el Sur de la UE; la divisoria entre las urracas asilvestradas de Holanda, con sus paraísos (la Guayana o Luxemburgo) y las cigarras de Francia, España e Italia, con el apoyo de Alemania y del BCE.

El Danubio baña las orillas de Belgrado, la ciudad blanca de los serbios, y avanza hacia Bratislava, la capital barroca de Eslovaquia, miembro numerario de Visegrado, la triste unión de nacionalistas duros, en la que reina hoy la Hungría retardataria de Víctor Orbán. La siguiente ciudad del trayecto danubiano es precisamente Budapest, la capital húngara de balnearios, auditorios y elegantes cafés, salteados a lo largo de la Avenida de Andrassy. La capital magiar se ha convertido en el centro del experimento del Fidesz-Unión Húngara, el partido del poder votado por las capas más desprotegidas y por las etnias sometidas, como los gitanos; el partido de las masas, el de la ideología indefinida frente a los intereses.

La nueva modalidad de tiranía impuesta por Orbán escapa a la definición de fascismo y hasta a la de nacionalismo extremo. Para algunas democracias del Este, Orbán es hoy un modelo que seguir, hasta el punto de que el gran problema que plantea el primer ministro húngaro en el seno de la UE “es la atracción que su modelo ejerce sobre países gobernados hasta ahora por democracias liberales”, en palabras de Agnes Heller, la filósofa húngara (fallecida en 2019) que sobrevivió al Holocausto en Budapest y a la represión estalinista posterior a la Segunda Guerra Mundial, que la obligó a exiliarse durante décadas. En el caso Orbán no encajan las definiciones de “autocracia” o de simple “dictadura”; es otra cosa, un tigre de Bengala con piel de cordero (no lechal) y andares de mandamás sin adscripción; un poderoso cuyo poder es directamente proporcional a la pérdida de derechos de sus conciudadanos.

La infección autoritaria y xenófoba de Mitteleuropa puede seguirse remontando el curso del río de Claudio Magris, el pensador que nos mostró el camino de una civilización, que hoy se descompone víctima de la intransigencia. Los palacios de ópera y las mansiones que se ven, desde la cubierta de un vapor sobre el Danubio, esconden los mecanismos de una sociedad compleja que todavía mantiene el equilibrio gracias a los controles recíprocos de las incipientes democracias. Incipientes y tentadas por el aliento imperial de políticos como Orbán, el polaco Andrzej Duda, devoto mariano de la virgen de Częstochowa, o del checo Miloš Zeman, temido por su poder de veto en el parlamento de Praga, la ciudad de las letras y de aquel evocador cementerio, en el que las musas han reemplazado a los muertos.

Mitteleuropa engancha, pero miente. En las riberas del Danubio, flotan ciudades imaginadas, casi mágicas, aunque más reales que las que inventó Italo Calvino. Forman una lista visitable desde el agua: Dürstein, Esztergon, Linz, Melk  o Passau, famosa esta última, por sus galerías de arte en la arteria de Höllgasse; y la misma Tulcea, lacustre, rodeada de pantanos, con un núcleo de basílicas bizantinas y altos minaretes, hoy descabezados. Antes de llegar a Viena, las rutas turísticas preparan un fin de fiesta con la mirada puesta sobre el Palacio de la Ópera. En el foso de la orquesta de este deslumbrante anfiteatro dirigió mil veces el gran Von Karajan y, en ocasiones escogidas, los trucos escénicos del director fueron denunciados a voz en grito desde la platea, tal como reseñó en uno de sus libros el escritor Thomas Bernhard.

La Viena de hoy no es la de Roth ni la de Karl Kraus, editor y escritor solitario de la prestigiosa revista Die Fackel, monumento intelectual del pasado. Sobre las ruinas de sus palacios, nadie levanta ya las casas racionalistas de Le Corbusier; nadie parece recordar de qué material estuvo hecho aquel mundo de ayer. Cuando el visitante pone el pie en los pantanales de Viena cruza el umbral de un país, en otro tiempo imperial y libre, hoy sumido en la maquinaria xenófoba del primer ministro Sebastian Kurz, representante a la extrema derecha. Su frugalidad se da por descontada. Kurz es el mejor aliado del holandés Rutte, perro de presa de una Comisión empequeñecida a la que le han sacado las subvenciones destinadas a la crisis del Covid, como si fueran las muelas del juicio.

La Unión ha vencido parcialmente la batalla del presupuesto, aunque su actual fragilidad alimenta el incierto futuro. Quienes, sobre los acuerdos ya firmados, quieren imponer la presencia de los men in black, no cejarán; ellos son los que han convertido el puerto de Roterdam en algo más que una zona franca. Se benefician de la opacidad de las Islas del Canal, pretexto de Londres, plaza filibustera; no han movido un dedo para armonizar la cesta tributaria europea y tampoco aceptan una política fiscal comunitaria.

La negociación del equipo de Sánchez en Bruselas ha contado con dos observadores devotos, como los extremos que se tocan: Casado y el soberanismo catalán. Cada paso del Gobierno, en las horas tensas de debate en la Cumbre, ha sido contestado por el líder de la oposición como una debilidad de Moncloa. Por su parte, el independentismo, ante cada exigencia de austeridad de Rutte y sus socios, ha descontado una inminente crisis del Ejecutivo. Ninguno de los dos ha acertado; llegan así las horas bajas del patriotismo de salón y del separatismo emparentado con la España negra de Flandes.

En el corazón del continente, Mitteleuropa, la frontera simbólica que divide Norte y Sur, es el escenario del populismo más chabacano. Se resiste a convertirse en Museo, pero no puede evitar que, en su entraña, germine el monstruo que desinstala la vieja sociedad de clases y la sustituye por la sociedad de masas. El pensamiento huye de su patrón analítico para encandilar a los votantes con ensalmos patrióticos, nacidos de la frustración. Los clásicos eslóganes socialdemócratas, cristiano demócratas o liberales suenan vacíos. Las nuevas formaciones políticas no cuentan con un sector definido que las respalde y además rechazan a las élites intelectuales; surgen por generación espontánea y sus ideologías son electrones libres sin raíces ni objetivos. Forman una ola que ahuyenta a los instalados.