Casualmente, en castellano mito es anagrama de timo. Deben ser pocas las ocasiones en las que el vernáculo establezca así una correlación de causalidad tan pertinente entre significante y significado.

Sin ir más lejos, el que a estas alturas quede quien siga hablando del mito fundacional de la república catalana, tiene poca explicación más allá del timo político. Quizás lo único sorprendente sea cuan extendida está la propensión a dejarse timar.

Es posible que adoptar el credo nacionalista con la necesaria pasión, conlleve una cierta ausencia de autocrítica, aderezada por el convencimiento de que el pasado puede ser alterado, para lo cual se invierten no poco tiempo y esfuerzo en fantasear con relatos alternativos que se expresan como reales, con la esperanza secreta de que al final terminarán en los libros de historia, y por lo tanto acabarán siendo verdad escrita. Todo esto resulta estupendamente estimulante, y lleva al hipotálamo de los afectados a generar cantidades industriales de oxitocina, hormona esta que coadyuva la credulidad de los timados, a la vez que propicia estos ágapes de narcisismo colectivo que deben hacer las delicias de Alejandro Cao de Benós, un verdadero connaisseur en el sector de la coreografía de masas.

Al igual que en las exhibiciones públicas de Pionyang, la morfología del relato es circular; siempre girando en a la dialéctica de la competición, en torno a victorias, derrotas, triunfos y agravios. La cuestión es llevar a cabo una terapia de grupo tras la cual sus participantes tengan la satisfacción de volver a casa convencidos de que los suyos van en ascenso y los demás a la baja. Pero el meollo de este exhibicionismo público de narcisismo colectivo es que quienes participan en estos actos de exaltación nacional son personas que exigen que su grupo sea reconocido constantemente por otros, que creen que su grupo merece un tratamiento especial, y que se angustian ante la perspectiva de sufrir la indiferencia ajena.

Visto así, la característica central del narcisismo colectivo es la dependencia emocional de la admiración y el reconocimiento de los demás, y, a falta de esto, del victimismo, lo que les aboca con no poca frecuencia a boxear con su propia sombra, a falta de una causa tangible contra la que rebelarse. Algunos de los atributos del narcisismo colectivo incluyen la creencia en su propia superioridad, la preocupación por la percepción que otros tienen de ellos y la falta de empatía, una fórmula magistral que se parece sospechosamente a un mecanismo de defensa para ocultar sus propias inseguridades. Todo esto obliga a los narcisistas colectivos a acometer no pocos equilibrismos retóricos en forma de propaganda oficial, entre los que destaca hacer gala de prejuicios selectivos, y ejercitar una conveniente amnesia respecto a sus propias actitudes intolerantes.

Por otra parte, no es infrecuente que la argamasa que aglutina este mosaico esté confeccionada con teorías conspirativas sobre los grupos antagonistas, por más implausible que esta sofistería se le antoje a los no iniciados.

Pero la paradoja a la que está sujeta el independentismo catalán consiste en que, dado que en su fuero interno saben que el Boletín Oficial del Estado es poco sensible a los relatos, por muy posmodernos que estos puedan llegar a ser, estos colectivos se ven condenados cual Sísifo a un coitus interruptus perenne, que aunque les impide concebir la república, les garantiza mantenerse excitados durante largos periodos de tiempo, enganchados en el gozo de una especie de onanismo nativista, al que podríamos bautizar con el neologismo nacioanismo, un fenómeno al que don Miguel de Unamuno tildó de “pulsión pueril por el esteticismo político”.