Era imaginable que el letargo procesista iniciado por Artur Mas tras desplazarse en helicóptero a consecuencia de los llamados recortes sociales algún día debía verse turbado por las protestas de asalariados del sector público. Tenía que ocurrir después de la hegemonía simbólica de la secesión como detonador edénico de una Cataluña en la que el gasto social sería --según la tesis independentista-- gozosamente asumido por un coro de arcángeles. En realidad, lo que el gobierno de Pedro Sánchez solicita de ERC es que, si quiere retirar la protesta de los médicos y bomberos de las calles de Barcelona, lo mejor es votar a favor de unos presupuestos concebidos por el PP y maquillados por Podemos.

Es un dilema que parece ajeno a los postulados aislacionistas del actual presidente de la Generalitat --entre la sumisión belga y el tedio pseudointelectual, según se ve--, opuesto a una Constitución que considera franquista y que ya la querrían para sí los venezolanos a quienes el chavismo somete, humilla y precariza. Después de Mas y Puigdemont, el coste de la secesión imposible alcanza, de forma perversamente ingenua y voluntarista, una dimensión sideral.

¿En qué mundo vive Torra? Acosado por ERC, repudiado por los residuos convergentes, ninguneado desde Waterloo, objeto de las increpaciones de la CUP, traicionado por sus pretorianos, abrumado por los equívocos de Ada Colau y puesto en cuestión por los bastiones populistas del adiós a España --Omnium, ANC--, solo le queda contemplarse en el reflejo de los ventanales de la Generalitat y verse como un juguete roto. Incluso Pedro Sánchez le dribla constantemente. Por los demás, parece estar incapacitado para pastorear el independentismo cuando se trate de conquistar una plaza codiciada como es Barcelona, por lo que tiene de babilónica frente a los afanes de supremacía “sui generis” de la Cataluña profunda.

Demos por hecho además que con las elecciones municipales unos centenares de alcaldes --cuyos votos caben sobradamente en Cornellá-- saldrán a la calle para proclamar la república catalana independiente. Es otro coste que Torra ha contribuido a asentar como tributo a la causa de su Cataluña. Pero lo que importa es Barcelona, ahora espejo de todas las desuniones independentistas, con tufo cismático e inconmensurable hastío. Ahí está la escalera de color.

Votar los presupuestos del PP y perder la alcaldía de Barcelona serían dos lipotimias extremas para un secesionismo de cada vez más desembrujado. De nuevo, intuimos que la Cataluña urbana ha ido cambiando significativamente sin que sepamos en qué medida. Una política que no sincronice con esos cambios también tendrá su coste. Qué converjan elementos tan contrapuestos como la inercia y la aceleración, el dogma ambiental y el desconcierto parece tarea para otro siglo. El nuevo caballo de Troya, semejante a un holograma, va acercándose al corazón del enigma: más o menos Barcelona.