Esa frase hecha con la que titulo esta columna la soltamos sin ton ni son cada fin de año. Y sin pararnos a pensar en si tiene visos de realidad. De hecho, es una muestra de optimismo, ya que, a menudo, el nuevo año resulta que trae poca felicidad y, a veces, ni siquiera es nuevo (recordemos la obsesión de Lucy, la hermana de Charlie Brown, con que no paraban de endilgarle años usados). Pero es lo mejor que se nos ocurre y suele expresarse con sinceridad, sobre todo al final de un año tan lamentable como el 2020.

No sabemos si el 2021 será feliz. Ni siquiera podemos estar seguros (lo siento, Lucy) de que sea nuevo. Pero por desearlo que no quede, aunque no nos sobren los motivos para la alegría: de hecho, estamos como estábamos en la primavera del 2020, cuando el lema más generalizado era “A ver si salvamos el veranillo”. A tenor de las últimas informaciones al respecto, puede que el virus nos deje en paz hacia julio u agosto, así que ya podemos volver al tema de la salvación del veranillo, inevitable, pero indicativo de que el 2021 no va a ser un año especialmente nuevo.

Pese a todo, la mayoría de nosotros intentó cambiar de año con toda la alegría (o la inconsciencia) posible. Para mí, lo más definitivo de la Nochevieja es que se trata de uno de los raros momentos --para algunos, el único-- en el que la gente que se alimenta exclusivamente, a un nivel audiovisual, de las plataformas de streaming, realiza un breve viaje al pasado y se rebaja a ver cómo dan las campanadas en los distintos canales gratuitos. El efecto vintage se incrementa porque el deja vu es la regla en todos ellos: podrían rescatarse campanadas de los años 70 y 80 y casi nadie notaría la diferencia. Solo los más mayores detectaríamos la superchería porque sabemos que, lamentablemente, el gran Joaquín Prat falleció hace tiempo: los jóvenes no lo distinguirían del cocinero Chicote o del defenestrado Ramón García, al que solo algunos connaisseurs del Planeta Campana tenemos aún presente (yo todavía no me he recuperado de su ausencia, dado que las únicas campanadas de las que me fío son las de la Puerta del Sol, con el bueno de Ramontxu luciendo su sonrisa cazurra y su vampírica capa de Casa Seseña).

Sin Ramontxu hay que apañarse con Anne Igartiburu y Ana Obregón en la Primera de TVE o con Chicote y la Pedroche en Cuatro (de hecho, el vestido de Cristina es la principal novedad de cada año; esta vez me la envolvieron en lo que parecía plástico de ése con burbujas que se usa para envolver cosas y le endilgaron unas botas altas en las que, aunque contuvieran las piernas de la estrella, aún quedaba espacio para albergar unos cuantos paraguas, que era a lo que remitía el diseño; para alegría de niños góticos y rijosos en general, a la Pedroche le asomaban los pechos por los lados y parecía haberse sometido a una sesión de bronceado artificial francamente exhaustiva). Supongo que, como de costumbre, todos nos hicimos un lío con los cuartos y las horas y acabamos antes de tiempo con la boca llena de uva machacada o con cuatro granos en la mano mientras los demás comensales ya habían cumplido con el ritual.

Los afortunados espectadores catalanes pudimos escoger --aunque algunos no lo hiciéramos-- seguir las campanadas por TV3, que, con su corrección calvinista habitual --la misma con que el gobiernillo nos obliga a desayunar antes de las nueve y media y a almorzar entre la una y las tres y media--, les encargó el trámite a tres conocidas presentadoras de la casa, vestidas de digno trapillo en comparación con esas exageradas de las españolas. Creo que habría estado bien añadir a Quim Torra e improvisar una versión nostrada de Boney M, más que nada porque Quim se aburre y se empeña en seguir saliendo por la tele, aunque ya no pinte nada. Un día antes se había colado en los noticiarios de TV3 con un mensaje a los catalanes grabado, inexplicablemente, en una botica trufada de recipientes rancios (aunque el parlamentillo había acordado que, como no teníamos presidente desde que lo inhabilitaron los malvados españoles, este año nos podíamos ahorrar el mensaje institucional habitual). Sin que nadie se lo pidiera, Torra tuvo que darnos la tabarra sin excusa oficial alguna. Y, para acabarlo de arreglar, el niño barbudo que tenemos de vicepresidente hizo lo propio el día 1 con una arenga intempestiva grabada en mitad de la calle. Y es que el fet diferencial se ha de notar hasta en el cambio de año. Mientras nuestros compatriotas encajan con resignación el respectivo sermón de su mandamás autonómico, los catalanes tenemos que soportar dos por sorpresa y sin venir a cuenta: el ex presidente pasa de vicario a boticario y el vicepresidente habla solo en una calle vacía…

Quiero que me devuelvan a Ramontxu. ¡Feliz año nuevo!