Mucho antes de que a los británicos les diera por protagonizar ese suicidio supremacista colectivo que conocemos como Brexit, en Inglaterra se fabricaban canciones que podrían haber sido himnos alternativos a la célebre sintonía de Beethoven. Pienso en Hallelujah Europa, de Jona Lewie -tema vibrante, triunfal y optimista como pocos- o en In Europe after the rain, de John Foxx -mucho más melancólico e ideal para celebraciones tristes. Guardaré un piadoso silencio sobre la contribución española a la armonía en el continente, Europe´s living a celebration, de la simpar Rosa de España -no somos familia-, ya que oías aquello y te daban ganas de pedir la nacionalidad andorrana. Pero esas dos canciones inglesas te hacían sentir muy bien como europeo, la una si te habías levantado de buen humor y la otra si tenías un día melancólico.

Siempre las recuerdo -y a veces las escucho- cuando llegan las elecciones al parlamento europeo. Son más necesarias que nunca, ahora que la Unión Europea se parece cada día más a un barco socialdemócrata que hace aguas por todas partes gracias a los populistas, los nacionalistas con nación o sin ella y la extrema derecha (por no hablar de la extrema izquierda de los pabloides y los melenchones, que también da su grima). Nuestros políticos se pasan la vida haciendo profesiones de fe europeístas, pero a la hora de la verdad dan la impresión de que es todo puro lip service. En nuestras últimas elecciones nacionales nadie dijo prácticamente nada del futuro común de los europeos ni de nuestras posibles contribuciones. En las municipales, lógicamente, aún menos. Los únicos que hablan de Europa son los separatistas catalanes, que confían encontrar mayor comprensión en Bruselas que en Madrid (¡Dios les conserve la vista!), cuando su pretensión de convertirse en un estado choca en las instituciones europeas con su flagrante incapacidad para soportar a sus vecinos de toda la vida, los españoles.

Durante años, nuestros partidos han contribuido al desinterés popular por Europa enviando al Parlamento europeo a los políticos con los que no sabían que hacer o a los que se pretendía alejar por díscolos. La cosa ha mejorado un poco este año, con el envío a Bruselas de Josep Borrell o Luis Garicano, pesos pesados de sus respectivos partidos, pero aquí no se ha matado nadie explicando a la población lo que nos jugamos en Europa ni por qué el parlamento europeo es importante para España. Gracias de nuevo a los nacionalistas, los europarlamentarios españoles, que deberían trabajar por el progreso del continente, se ven obligados a perder el tiempo combatiendo la intoxicación permanente a la que se dedican los separatistas; es decir, porfiando con el enemigo interior reciclado en enemigo exterior, que, para más inri, se supone que representa a España, pero lo único que hace es llevarse un sueldo del contribuyente español para practicar el sabotaje constante.

Europa es la alternativa al nacionalismo y, en algunos casos, a la tribu. Pero faltan esfuerzos didácticos a la hora de que eso le quede claro a la mayor parte de la población. Esfuerzos que no hace España ni el resto de los países de la unión, que se toman las elecciones europeas como una especie de trámite que hay que cumplir o no, dependiendo de si llueve ese día. Y mientras tanto, los que se quieren cargar la Unión Europea desde dentro cada día son más entre extremistas, populistas, nacionalistas y orates como Puigdemont. Los ingleses, por lo menos, dicen que se van y que nos zurzan -aunque todo parece indicar que se van a zurcir a ellos mismos-, pero el peligro está en los que se quedan para incordiar. Es a esos a los que hay que cuadrar a la mayor brevedad posible, antes de que consigan que en la Unión Europea no funcione nada y todo consista en una bronca constante. Propongo empezar disciplinando a los países del finiquitado Pacto de Varsovia: acaban de entrar y ya se están sonando los mocos con las cortinas.