La frase del título es de Unamuno y la escuché por primera vez en boca de Joan Brossa, que además de poeta era también un furibundo anticlerical (¡qué pena que se haya perdido en España la entrañable figura del comecuras!). La cita me viene a la cabeza cada vez que la clerigalla aparece en la prensa como responsable de un nuevo caso de abusos sexuales a menores, y últimamente, sin movernos de nuestro país, vamos para bingo: pedofilia en el monasterio de Montserrat, en un pueblo de la Cataluña profunda y en Bilbao. Los responsables son un muerto (el monje Soler) y dos vivos, el rural, que tiene 91 años y está en una residencia, y el vasco, que sigue en activo intentando ganarse la vida como monitor deportivo.
Puede que de los tres el más perverso sea el montserratino, pues prefirió ahorrarse las incomodidades de salir de cacería y crear el grupo de boy scouts del monasterio, a cuyos miembros podía sobar sin salir de casa, pues le ponían enormemente los chavales de uniforme. Fundar una institución para abastecerse de carne fresca es una maldad equiparable a la de Marcial Maciel, quien da la impresión de haber alumbrado a los Legionarios de Cristo con esa intención. Y, además, el monje Soler no es una rareza en Montserrat: llevo oyendo chistes sobre críos sodomizados en el monasterio desde que tengo uso de razón, y hace años apareció en El País una serie de reportajes -bruscamente interrumpida, me pregunto por qué- en la que se dejaba constancia del progresivo empoderamiento de los monjes homosexuales en esa institución que, según el humanista Mikimoto, irradia catalanidad.
Durante mucho tiempo, algunos ilusos progresistas pensamos que los problemas se solucionarían eliminando el celibato, pero ahora podemos ver lo equivocados que estábamos. El celibato se impuso -como casi todo- por motivos económicos, para que las posibles riquezas de los curas no fuesen a parar a sus viudas e hijos, sino a la santa madre iglesia. A partir de entonces, los curas tuvieron que optar entre acogerse a la norma o dedicarse al sexo clandestino. Si era con mujeres, la sociedad solía mirar hacia otro lado y la pareja del cura y su barragana era tolerada mientras se comportase con discreción: el portugués Eça de Queiroz escribió una excelente novela sobre el sexo de los curas, El crimen del padre Amaro. La homosexualidad estaba peor vista y ocupaba un nivel más profundo de la clandestinidad. Manosear a menores era un concepto que estaba entre la leyenda urbana y un secreto a voces que nadie abordaba.
Pero esa clase de sexo ha resultado ser el más frecuente en la comunidad eclesial y el que menos razón nos daba a los opuestos al celibato. Si se tratase de un problema de relaciones entre adultos, la cosa podría acabar teniendo una solución. Pero el elevado número de curas pedófilos da mucho que pensar, y nada bueno. Según el obispo Blázquez, los curas solo suman el 3% de los pedófilos españoles, pero cuando tienes que recurrir a las estadísticas es que ya no sabes a qué agarrarte, sobre todo cuando la percepción popular no juega precisamente a tu favor.
Vaticano, tenemos un problema. O cambiamos las normas de aceptación para el club de los curas y entregamos a la justicia a los que pillamos in fraganti o el deterioro moral de la Iglesia Católica va a ser imparable. Por mí, como si la disuelven cual secta destructiva, pero los interesados en mantener sus chollos deberían ponerse las pilas. Si no lo hacen por los pobres críos a los que han arruinado la vida, que lo hagan por su supervivencia.