Desde que se fugó a Bruselas con cuatro de sus secuaces, Carles Puigdemont da muestras de una hiperactividad admirable. Aunque esté lejos de su amada patria, la tecnología le permite aparecerse a sus leales por videoconferencia en cada mitin del rincón más perdido de Cataluña. Y cuando no ejerce de Hombre del Plasma --arrebatándole ese título a Mariano Rajoy--, tuitea que da gusto: ahora está que trina con lo de Sijena, que considera, como no podría ser de otra manera, un expolio. No merece la pena explicarle que las piezas de Sijena se las compramos hace años a unas monjas baturras por 10.000 pesetas de las de entonces, que las monjitas no tenían derecho a vender nada y que hay un litigio que dura años y que en 2015 propició que un juez ordenara el regreso del arte sacro a su lugar de origen. Estamos como con los papeles de Salamanca, pero a la inversa y aduciendo, a nuestra manera, el derecho de conquista. Pero la cosa, para Puchi, es un expolio y una prueba más de las maldades del 155: lo nuestro es nuestro y lo de los demás, a veces, también.
Igual a ustedes les parece una tontería, pero lo que más me ha molestado de todo lo que ha dicho últimamente Cocomocho es la referencia, como ejemplo de mal catalán, a un personaje de ficción: el vendedor de porteros automáticos que, en la película de Berlanga La escopeta nacional, le financia a un aristócrata arruinado y demencial una montería a la que acudirán varios prebostes del régimen. No se acordó ni de su nombre, Jaume Canivell. Ni del nombre del actor que le daba vida, José Sazatornil, un catalán al que muchos queremos más que a Puchi, pues nos hizo reír de lo lindo durante años.
Insultar al imaginario Canivell es despreciar a los muy reales antecesores de Puigdemont en Convergència, todos esos arribistas que le precedieron y de los que él es el resultado
Tomarla con el pobre Canivell, un oportunista que hacía lo que podía durante el franquismo, mientras dedicaba unos duritos a la campaña del català a l'escola, no solo es miserable, sino que significa mentar la soga en casa del ahorcado. Aunque Puchi no quiera recordarlo, la Convergència original estaba trufada de personajes como Jaume Canivell, de gente que había contemporizado con el franquismo y que ahora se apuntaba al nuevo orden para seguir chupando del bote. De Alavedra y Prenafeta al alcalde franquista de pueblo que se pasaba a Convergencia, los Canivell no es que abundaran en el partido, sino que constituían la mayoría.
En aquellos tiempos, Convergència hacía suyo el lema de la legión: "Nada importa su vida anterior". Puchi prefiere no acordarse de toda esa gente porque ahora lo que queda del partido es independentista, pero insultar al imaginario Canivell es despreciar a sus muy reales antecesores, todos esos arribistas que le precedieron y de los que él es el resultado. Digno, por cierto, de uno de los experimentos fallidos del doctor Moreau de la novela de H.G. Wells.