Como insinuaba Joaquim Coll el otro día en este mismo diario, Pere Aragonés es un político sin carisma alguno. Como todo señor bajito, acumula mala baba a granel, pero eso no es suficiente para ganar unas elecciones, mientras que, a su oponente, Laura Borràs, le sobra. Es un carisma majareta y propio de una víctima del fanatismo, pero de una gran eficacia entre el sector más irracional del soberanismo: con Borràs hay bronca asegurada hasta que la inhabiliten por (presunta) corrupta y más allá, pues ya iríamos por el tercer presidente de la Generalitat apartado del cargo por delinquir, y eso en la Cataluña catalana se valora como en ningún otro rincón del mundo. Incluso los que voten a peso se inclinarán por la Geganta del pi antes que por el niño con barba que ahora hace como que está al cargo de la república catalana.
Azuzada desde Waterloo, Borràs insiste en su única idea fuerza: que aquí la única independentista de verdad es ella. Los de ERC, ya se sabe, han sufrido un proceso de convergización y se pasan la vida en Madrid medrando y hasta pactando los presupuestos del estado opresor con los socialistas. Y no hace falta ser de JxCat para intuir que, por mucho que se desgañite el pobre Sabrià con lo de que nunca, nunca, nunca llegarán a ningún acuerdo con el PSC, miente como un bellaco. Si Cataluña fuese un paisito más o menos normal, la mayoría de la población aplaudiría el regreso a la realidad de ERC, partido que, diga lo que diga el indignado Sabrià, ha vuelto al autonomismo, reconoce que el mundo no nos mira y se conforma con cortar el bacalao en Cataluña mientras intenta influir lo que puede en Madrid. Pero como no somos un paisito normal, hay mucha gente convencida de que lo de ERC se llama traición y no realismo, por lo que procede castigarles en las próximas elecciones, aunque lo único que se consiga con una victoria de JxCat sea prolongar la bronca y el mal rollo: son legión los que se conforman con eso, aunque hayan llegado a la conclusión de que la independencia no es inminente.
La bronca permanente es lo que mantiene vivo a Carles Puigdemont. En el exterior ya solo lo apoyan cuatro flamencos de derechas y son mayoría los que piensan que lo único que hace en el parlamento europeo es molestar y aportar temas que solo le atañen a él y a los demás prófugos de la justicia española. Puchi sabe que, tarde o temprano, en Europa le quitarán la escalera y se quedará colgado de la brocha. Y que, si gana ERC las elecciones, Sergi Sol en persona se encargará de que no le llegue ni un euro al casoplón de la república, que ya tarda en cambiar por un pisito en Bruselas, en el barrio de los moros, donde seguro que los alquileres son más razonables. Colgado de la brocha y hablando solo, Puchi acabará suplicando que lo admitan en Lledoners, donde, por lo menos, echan de comer tres veces al día y te arropa desde su megáfono Joan Bonanit.
Puchi solo puede confiar ya en la irracionalidad y el fanatismo de sus conciudadanos. Afortunadamente para él, andamos sobrados de ambos ingredientes y no sería de extrañar que la voluminosa Borrás se imponga, a la hora de la verdad, al niño de la barba. Personalmente, es como si me dieran a elegir entre meter la cabeza en el horno y arrojarme por el balcón, pero si algo me ha enseñado el prusés es que el delirio se ha instalado en mi comunidad autónoma y en ella puede pasar cualquier cosa. Ya solo falta un último gesto de Borràs para asegurarse el triunfo: ofrecerle la vicepresidencia a Canadell o, si éste no lo ve claro, a Toni Albà. En una pugna entre chiflados hay que jugar a la carta más alta.