Como dijo hace años Xabier Arzalluz, aquel gran humanista vasco, lo de volarle la cabeza a la gente mientras desayuna no es propio del carácter mediterráneo, mientras que en Euskadi se considera hasta aceptable si es por motivos patrióticos. Vino a decir el cura rebotado que los catalanes éramos una pandilla de maricones incapaces de solucionar las cosas a tiros, lo cual puede que sea cierto, pero yo me lo tomo como un elogio. El terrorismo catalán, ciertamente, ha sido siempre un desastre, como testifica la penosa existencia de Terra Lliure, el único grupo consagrado a la lucha armada que ha tenido que disolverse por su bien, dada la tendencia de sus chapuceros militantes a estallar con su propia bomba mientras se disponían a eliminar a alguien (se salvaron Fredi Bentanachs y cuatro más, que nunca le estarán lo suficientemente agradecidos al inefable Àngel Colom por convencerles de que lo dejaran correr).
A falta de pistoleros de verdad, la Cataluña lazi disfruta actualmente de algunos charlatanes que, en cuanto te descuidas, se manifiestan a favor de que, en vistas a alcanzar la ansiada independencia, si tiene que haber muertos, que los haya (siempre que no se trate de ellos, pues no se les ve muy predispuestos a predicar con el ejemplo). Se trata de gente como Enric Vila, Héctor López Bofill y la yaya regañona Clara Ponsatí, que siempre están animando a los demás a que se armen y pasen a la acción, dada la inoperancia de los políticos procesistas a la hora de conseguir la anhelada autodeterminación del terruño. Ansiosos por llevarle la contraria al difunto mosén Arzalluz, esta gente se declara cíclicamente a favor de las armas (recuerden el viejo eslogan: Poble armat, poble respectat), pero desde una posición social pequeñoburguesa que convierte sus proclamas en aspiraciones francamente ridículas.
No hace mucho, Enric Vila contaba en El Nacional el encuentro con un amigo lazi que se había comprado una escopeta para defenderse de moros, españoles y otras gentes de mal vivir, cosa que al ínclito Vila se le antojaba de lo más razonable. No es que el equilibrio mental abunde entre los columnistas indepes, pero lo de Vila es un caso clínico, pues no solo pensamos que está mal de la cabeza sus adversarios políticos, sino que también los (que se supone que son) los suyos tienden a considerarlo un orate: hace unos meses, se deshicieron de él en la universidad en la que, incomprensiblemente, ejercía la docencia y antes de eso, Mònica Terribas tuvo que desahuciarlo de su tertulia en Catalunya Ràdio porque conseguía la difícil hazaña de sacar de sus casillas a sus compañeros de conversación, todos ellos a cual más lazi.
Más discreto que Vila, hasta el punto de que puede llegar a pasar por cuerdo, Héctor López Bofill también está a favor del petardismo patriótico y del sacrificio (ajeno) por la libertad. El señor López, evidentemente, vive como Dios con sus clases y sus artículos, pero considera que alguien que no sea él debería dejar de practicar el adiós a las armas. En cuanto a la yaya permanentemente enfurruñada, Clara Ponsatí, es de las que creen —y no le falta razón— que la revolución de las sonrisas es un contrasentido y que, si realmente queremos ser independientes, debemos emprender la vía vasca, liarnos a tiros con el opresor y, si no hay más remedio, diñarla por Cataluña (menos ella, claro, que está tan ricamente en Bruselas dando la chapa en el Parlamento europeo cuando no le apagan el micro por pesada y absurda).
Negados para el terrorismo, como acertadamente apuntó Arzalluz (que en paz descanse, ¡y nosotros más!), los catalanes debemos conformarnos con la lucha armada teórica de una pandilla de bocazas empeñados en enviar a los demás al matadero mientras ellos se pegan la vida padre (menos el pobre Vila, cuya fama de majareta se va extendiendo y despojándole paulatinamente de cargos y prebendas). Yo creo que se podría acusar a los tres de delitos de odio, pero, dada su irrelevancia, igual es mejor dejar que sigan con sus burradas, no nos vayan a acusar de querer reprimir la sacrosanta libertad de expresión. Y hay que reconocer que, como bufones del prusés, a veces hasta te provocan alguna sonrisa, algo que no puede decirse de la pandilla de malajes que componen nuestro querido Gobierno regional.