Pasé el puente del Pilar en Madrid y pude asistir en riguroso directo a un nuevo logro de nuestro presidente autonómico (¿y futuro presidiario?): ha conseguido despertar al nacionalista español, que hasta ahora dormitaba feliz y se tomaba la fiesta nacional como lo que es en los países normales, un día festivo en el que tocarse las narices, inflarse a cañas o hacer lo que a uno le parezca (incluyendo tragarse el desfile, que hay gente para todo). Hubo un tiempo, no tan lejano como pueda parecer, en que también la Diada era un festivo más que la gente utilizaba, si hacía buen tiempo, para irse a la playa, no para participar en esas marchas de corte norcoreano que se han hecho tan populares desde 2012.

Mirando hacia atrás, uno se da cuenta de que hubo unos años en los que las fiestas nacionales catalana y española eran equiparables a las de los países de nuestro entorno. Los catalanes hace cinco años que convertimos la nuestra en un espectáculo de masas coreografiado por Òmnium Cultural y la ANC; y este año, en Madrid, mis amigos me contaban que nunca habían visto tantas banderas y tanto entusiasmo patriótico, lo cual, criados como yo durante los últimos años del franquismo, no dejaba de causarles cierta preocupación. Acción y reacción, muchachos, les decía yo, los catalanes nos hemos puesto tan pelmas con nuestras banderitas, que los españoles han sacado las suyas del baúl para pasárnoslas por las narices, a ver si así dejamos de dar la tabarra y de insistir todo el rato en que queremos perderles de vista porque huelen mal, nos roban y nos impiden alcanzar esa grandeza a la que estamos llamados desde tiempo inmemorial y a la que nunca hemos accedido porque nos pasa como a aquel concursante de Gran Hermano al que alguien le ponía la pierna encima para que no levantara cabeza.

Los catalanes nos hemos puesto tan pelmas con nuestras banderitas, que los españoles han sacado las suyas del baúl para pasárnoslas por las narices, a ver si así dejamos de dar la tabarra

Hasta ahora, los grandes logros de Puigdemont eran haber dividido a su comunidad --representando únicamente a los que pensaban como él y basureando a los demás-- y haber fomentado el odio al vecino (por menos de eso, hay quien acabado ante el tribunal de La Haya). Tras mi paso por Madrid, le añado otro éxito: haber despertado el nacionalismo español.

Ya puestos, a modo de torna, le hago responsable del destino de Julian Assange, cuya posición a favor de los separatistas catalanes --basada en la ignorancia y puede que también en los sobornos de Vladimir Putin-- le está causando problemas con sus anfitriones ecuatorianos en Londres. El presidente de Ecuador, Lenín Moreno, ve cómo ese huésped que debería mantener un perfil bajo --comer, callar y disfrutar de las visitas de Pamela Anderson--, le pone en evidencia con España, por lo que empieza a acariciar, según se dice, la perspectiva de ponerlo en la calle y que lo alimente la policía británica hasta que lo extraditen a Estados Unidos, donde ya le echará de comer Donald Trump, sea en territorio nacional o en Guantánamo. De héroe de Wikileaks a víctima colateral de Cocomocho: ¡Qué bochorno, Julian, con lo que tú has sido...!