Indignación, estupor y consternación entre la masa independentista ante la alarmante ausencia de lazos amarillos en la ceremonia de los Goya. Sus principales líderes de opinión --con la ubicua Pilar Rahola a la cabeza-- se han propulsado a escribir y tuitear al respecto, pues lo consideran una vergüenza y ven botiflers por todas partes: además de Isabel Coixet, su bestia negra, también han señalado con su dedo acusador a David Verdaguer, Carla Simón y todos los catalanes premiados que, no contentos con haberse dejado el lacito amarillo en su butaca de los Gaudí, no pronunciaron ni una palabra en catalán durante los inevitables agradecimientos. Qué diferencia con los vascos de Handia, que se hartaron de decir cosas en euskera que no entendía nadie, aunque igual eso era de lo que se trataba.
Supongo que conocen el chiste de los dos vascos que salen a buscar setas y uno de ellos se topa en el bosque con un reloj Rolex. Su compañero, que no está para distracciones, le espeta: "Si vamos a setas, vamos a setas, y si vamos a Rolex, vamos a Rolex". Aplicado a la ceremonia de los Goya, la evidencia es que el tema de este año era la situación de las mujeres en el cine --la sombra de Harvey Weinstein es alargada-- y no el conato de golpe de Estado protagonizado por el prófugo Puigdemont y sus secuaces: o a setas o a Rolex. Pero eso es algo que no les entra en la cabeza a nuestros indepes, pues se creen el centro del universo y no entienden cómo es posible que fuera de Cataluña --e incluso dentro-- a mucha gente se la sople que los Jordis, Junqueras y Forn sigan entre rejas. Algunos hasta se alegran. A la mayoría, le parece que el que la hace la paga y que quien se pasa por el forro leyes propias y ajenas debe enfrentarse a las consecuencias de sus actos.
Nuestros indepes se creen el centro del universo y no entienden cómo es posible que fuera de Cataluña --e incluso dentro-- a mucha gente se la sople que los Jordis, Junqueras y Forn sigan entre rejas
Pero los indepes, al parecer, se consideran seres angelicales maltratados por una dictadura apenas disimulada. Lo que a ellos les preocupa, debe preocupar a todo el mundo. Y cosas tan normales como hablar en castellano en una ciudad donde eso es lo que hablan sus habitantes o prescindir del lazo amarillo porque lo que toca es el rojo del feminismo, las consideran ofensas gravísimas. Vienen entonces los sempiternos lamentos sobre la insensibilidad del progre español --¡menos mal que les queda Cotarelo!--, la burbuja en la que vive la gente del cine --¡pues anda que la suya!--, la falta de patriotismo de actores y directores catalanes en cuanto pisan Madrid --puro sentido común-- y, en definitiva, lo mucho que nos odian los españoles.
Son los problemas de elevar un conflicto regional a la categoría de tragedia universal, como cuando el Astut y otras lumbreras comparaban la suerte de los catalanes con el holocausto armenio o el genocidio de judíos. A base de pensar a lo grande, nuestros nacionalistas han alcanzado un ridículo del que no se apean (véanse las artimañas de Puchi para ser investido). Fascinados ante la visión de su propio ombligo, no entienden cómo es posible que el resto de la humanidad no lo encuentre maravilloso, único, ejemplar. Se tragan la soporífera gala de los Goya para confirmar sus peores presagios y acceder una vez más a su estado mental favorito: la indignación. Y después, se arrojan a Twitter para linchar a alguien: la verdad es que moverían a la compasión si no dieran tanta grima.