Esperar que la manifestación del pasado sábado fuese lo que tenía que ser --es decir, una expresión de repulsa ciudadana al terrorismo yihadista-- era mucho esperar si tenemos en cuenta la miseria moral en la que viven felizmente instalados Puigdemont y sus secuaces, que aprovecharon la ocasión para insistir en el temita, enarbolando sus banderas estrelladas, aunque con crespón negro, para que se viera que su corazón sangraba por las víctimas del atentado, ¡toda una muestra de generosidad si observamos que la mayoría no disfrutaba del privilegio de ser catalanes! Azuzados por Jordi Sánchez, esa especie de pitufo gruñón que dirige la ANC, y de Jordi Cuixart, el tío del mollete setentero que está al frente de Òmnium, nuestros patriotas vieron una ocasión de oro para desviar la responsabilidad de la salvajada al Rey, al presidente del Gobierno y a España en general. Mención especial a la mezquindad malintencionada merece el exconsejero Huguet, que tuiteó un rebuzno según el cual estamos a merced de un Estado asesino. Una vez más, España tenía la culpa de todo. Menos mal que a nadie se le ocurrió decir que la furgoneta la conducía el rey, envuelto en un burka para disimular y para denigrar a los seguidores del islam, que, como todos sabemos, es amor y paz, aunque al estilo de la Santa Inquisición.

Una desgracia de manifestación, manipulada desde el minuto uno por los monotemáticos del odio al vecino

En la mani de marras, lo importante no era plantar cara al islamismo radical, sino tomarla con el enemigo de siempre. Alguna lumbrera de la ANC o de la CUP encontró una foto del rey con el sátrapa de Arabia Saudí y la exhibió como prueba de que España vende armas a quien financia el yihadismo, como si la diplomacia no consistiera precisamente en eso, en retratarse con gentuza de todo tipo para hacer negocios, en este caso de armas fabricadas, precisamente, en Cataluña y el País Vasco. Cualquier excusa era buena para abuchear al Borbón y echarle la culpa de los muertos. Y, sobre todo, para seguir dando la tabarra con el único tema que ocupa la mente de muchos de nuestros conciudadanos. Para no dejar ni un cabo suelto, una pareja de judíos que lucía una bandera de Israel tuvo que huir tras ser increpada por una chusma infecta, convencida de que el islam es amor y paz.

En resumen, una desgracia de manifestación, manipulada desde el minuto uno por los monotemáticos del odio al vecino, que también sirvió para lavar la imagen de los Mossos, hasta ahora más conocidos por cargarse a perturbados en el Raval o la plaza Molina o por saltarle un ojo en La Rambla a una pobre mujer que pasaba por allí. Ni asomo de autocrítica porque nosotros lo hacemos todo bien. Y la categoría de héroe para alguien que, hasta ahora, solo era conocido por hacer paellas en Cadaqués para su jefe y la Rahola. La solidaridad con las víctimas, de boquilla, ya que la prioridad era otra: seguir tensando la cuerda con el Estado y poner el odio habitual al servicio de una causa noble a la que traicionar debidamente. Si alguien dudaba de que somos una sociedad enferma dirigida por dementes, la manifestación del sábado pasado despejó todas las dudas al respecto. ¡Que Alá nos asista!