Soy un firme defensor del derecho al pataleo, sobre todo en su versión individual. Hay tantas cosas que me dan asco y que no puedo solucionar que ejerzo con frecuencia mi derecho al pataleo en forma de artículo en la prensa: un privilegio que no todos tienen, pues la mayoría de la gente debe conformarse con enviar una carta al director o monologar en Twitter.

Las celebraciones del 1 de octubre también son una manera de ejercer el derecho al pataleo, pero con más gente, más medios y mayor espectacularidad que cualquier columnista. A base de ocupar las calles, gritar, incordiar y exigir que se ponga en marcha la república prometida, los indepes creen estar avanzando hacia alguna parte, cuando en realidad se mueven en círculos. El presidente que los jalea y les dice que aprieten es el mismo individuo que, en cuanto se desmandan, les envía a los Mossos d'Esquadra, en una muestra de esquizofrenia política propia del que sabe lo que le espera si se pasa un pelo: mientras se limite a largar, no le pedirán explicaciones. Por eso exige una cosa y la contraria. Y cuando necesita el consejo de un poder superior, se lo pide al exiliado de Waterloo, ese pobre rústico que quería pasar desapercibido por la vida, pero ahora no sabe si la historia se lo permitirá, juntándose de esta manera el hambre y las ganas de comer.

De acuerdo: las turbas por la calle son un incordio; la visión épica de TV3 resulta ridícula, con sus cargas policiales cien veces vistas y los excombatientes de estar por casa que salen a explicar sus batallitas (se ha echado a faltar a aquella chica tan imaginativa que decía que le habían roto todos los dedos de una mano y, además, le habían tocado las tetas); comprobar que los CDR son una nueva versión del somatén de toda la vida es un pelín deprimente; las chorradas de la CUP ya no hacen ninguna gracia; pero todo esto no son más que los restos del naufragio, los desarbolados protagonistas de la fase más cansina del viaje a ninguna parte.

Si algo que hay que celebrar del 1 de octubre de 2017 es que, a partir de ese día, se acabaron las componendas y los líderes independentistas vieron claramente lo que les esperaba a partir de entonces: el trullo o la huida a algún país extranjero. A los que no están ni en un sitio ni en otro, como Chis Torra y su gobiernillo en permanentes vacaciones, solo le queda el derecho al pataleo. Como a las masas que, incomprensiblemente, aún se los toman en serio (aunque hay quien ya empieza a exigir dimisiones).

El prusés fue un problema y una tabarra, pero ahora solo es una tabarra. Sus impulsores ladran, pero no se atreven a morder porque si lo hacen, alguien les reventará la cabeza (metafóricamente). Y los followers, si se portan mal, acabarán convertidos en un problema exclusivamente policial. No quiero pecar de optimismo, pero tengo la impresión de que los indepes ya han dejado atrás sus mejores tiempos: la realidad, como a mí, como a todo el mundo, los ha condenado a ejercer su derecho al pataleo. Pero hasta de eso se cansa uno.