El cartel de la CUP para el referéndum, aparte de estar, digamos, inspirado en un pasquín soviético de los buenos viejos tiempos, ha generado cierta polémica, aunque nadie, que yo sepa, ha comentado lo ridículo de la propuesta, con esa imagen pueril de una cupaire barriendo de su Cataluña soñada a todo tipo de indeseables. Si esos indeseables hubiesen sido todos españoles, a los pedecators les habría parecido muy bien, pero resulta que en la imagen también aparecen Jordi Pujol y Artur Mas; ante semejante ofensa, el inefable Bonvehí se ha quejado diciendo que no se puede comparar al Astut con Rajoy, aunque a muchos nos parezca que se parecen bastante, sobre todo en lo referente a las corruptelas. Patético intento de marcar perfil propio cuando estás en manos de las chicas de la CUP y las necesitas para sacar adelante tus leyes ilegales y demás quincalla soberanista.

Los convergentes consideran a la CUP unos críos tontorrones y latosos, mientras éstos los ven como unos burgueses mezquinos: ambos colectivos están en lo cierto, me temo

Pero también resulta patético el esfuerzo de las alegres muchachas de la CUP para hacer como que no tienen nada que ver con lo que queda de Convergència, cuando son sus socias en ese camino a ninguna parte que se emprendió hace cinco años. El cartel, pues, deviene una jaimitada más de la CUP, en la línea de la campaña anti turismo de Arran o en la de la propuesta de convertir la catedral de Barcelona en un economato. CUP y PDeCat se necesitan mutuamente para sostener su folie à deux, por lo que todo lo que hacen para distinguirse desemboca en un teatrillo lamentable. Las hostilidades reales empezarían si se salieran con la suya, cosa harto improbable, y Cataluña se convirtiese en una república independiente. Entonces sí que pasaríamos de las palabras a los hechos, para desgracia de la CUP, que no tendría nada que hacer ante los buenos burgueses del PDeCat.

Lo que queda de Convergència soporta a la CUP y se traga sus desplantes porque no tiene más remedio, pero, si pudiera, enviaría a sus militantes de regreso a los bares churrosos en los que se inflaban a birras, daban vivas a Chávez y denostaban el capitalismo, echando la tarde antes de ir a cenar a las mansiones de sus padres. Los convergentes los consideran unos críos tontorrones y latosos, mientras éstos los ven como unos burgueses mezquinos: ambos colectivos están en lo cierto, me temo.