Ni dos años ha durado Albert Rivera en el bufete madrileño de abogados Martínez Echevarría (que había ampliado su nombre a Martínez Echevarría y Rivera tras el fichaje del expolítico). Se había llevado con él a su leal Villegas, que también causa baja, manteniéndose fiel a su líder natural, aunque en un pasado no muy lejano ejerció como de Robin que cambia de Batman cuando le conviene: antes de ser el hombre de confianza de Rivera en Ciudadanos, ocupó el mismo cargo con los cesantes Antonio Robles y Pepe Domingo (si Rivera inicia una carrera de tertuliano en Tele 5, ¿exigirá que le pongan al lado una silla para Villegas?, me pregunto).
El bufete dice que se enteró por la prensa de la fuga de Rivera, y ahora que este exige que se le abonen los honorarios previstos por contrato hasta 2025, contraataca asegurando, con más o menos buenas palabras, que el cesante no daba un palo al agua (y que su fiel Villegas tampoco se mataba precisamente): se verán en los tribunales.
Y a todo esto, ¿qué hará Rivera a partir de ahora? ¿Sabe ya lo que quiere ser de mayor? Ha dicho que a la política no piensa volver, pero también es verdad que en el PP ya han dicho que no quieren saber nada de él. Si quiere seguir ejerciendo la abogacía, que te echen de un bufete prestigioso por tu escaso rendimiento no parece la mejor carta de recomendación: todo parece indicar que el señor Rivera pasa por eso que los anglosajones definen como un all time low.
Y da la impresión de que se lo ha buscado él solo, de la misma manera que se cargó Ciudadanos hace unos años al rechazar la vicepresidencia que le ofrecía Pedro Sánchez en un posible Gobierno de coalición y que a algunos nos habría parecido más razonable que el que finalmente se constituyó con la colaboración de Podemos y los separatistas. No sé si será consciente de ello, pero con aquel gesto de soberbia, Albert Rivera se cargó de un plumazo diez años de trabajo de un partido que podría haber llegado más lejos de donde se encuentra en la actualidad, a medio camino entre la irrelevancia y la desaparición.
A Rivera no le parecía suficiente ser vicepresidente de la nación (con aspiraciones a la presidencia si lo hacía bien y su partido funcionaba), quería ser califa en el lugar del califa y sustituir al PP en el ranking de la derecha española. Para eso, previamente, había convertido un partido de centro izquierda antinacionalista en un partido de derechas nacionalista español, uno de esos viajes para los que, como se suele decir, no hacen falta alforjas.
Antes de eso, se había fugado a Madrid sin acabar el trabajo iniciado en Cataluña, dejando al frente de la nave a la tan bienintencionada como robótica Inés Arrimadas (que, en cuanto pudo, salió también pitando para Madrid). Luego vinieron la derechización del partido, que incluyó el exterminio de toda su ala social demócrata --su líder natural, Jordi Cañas, estaba convenientemente destacado en Bruselas--, y los intentos de suplantar al PP, olvidándose de la condición de bisagra que había definido a Ciudadanos desde el principio y su función de impedir que los gobiernos de España tuviesen que depender de los nacionalistas.
El resultado de este ego trip es del conocimiento de todos: la implosión de un partido que, en sus orígenes catalanes, parecía una alternativa más que razonable a las fuerzas políticas ya existentes. Los que rondábamos por allí en aquella época sabemos, pese a lo que digan las malas lenguas, que Ciutadans no nació como un partido de derechas con ganas de ocupar el lugar del PP, sino como una convención de rebotados del PSC partidarios de la socialdemocracia y hartos del nacionalismo obligatorio impuesto por Jordi Pujol y sus sucesores. Y ahora, cuando miramos hacia atrás, nos decimos: qué pena, ¿cómo se ha podido hacer todo tan mal?
A tenor de los resultados, es evidente que Francesc de Carreras se equivocó al ungir a su exalumno como máximo dirigente del partido, aunque ya se sabe que es muy fácil hablar a toro pasado y que en aquella época Rivera interpretaba muy bien el papel del joven socialdemócrata y antinacionalista de verba amena dotado de cierto carisma. El problema estribaba precisamente en eso, en que se trataba de interpretar el papel que le convenía en aquel momento, sin cerrarse a las posibilidades de interpretar otros si le parecían más adecuados para lo único que parece haberle interesado de la política española: llegar a presidente.
Así fue como el joven social demócrata fue mutando en un señor de derechas, si es que no lo había sido siempre (a fin de cuentas, no hay que olvidar que pasó brevemente por el PP antes de integrarse en Ciutadans). Fiándolo todo a su olfato y sin hacer caso a nadie, Rivera profundizó en la derechización del partido (que se había recrudecido al pasar este a escala nacional, cuando aquello se llenó de oportunistas con ganas de pillar cacho) y en su alejamiento cada día mayor del grupo fundacional barcelonés y sus compañeros de viaje, que se iban descolgando del proyecto a marchas forzadas y mascullando obscenidades.
Lo más probable es que Rivera nunca haya tenido una ideología clara y que siempre le haya importado más el cómo que el qué. Pero se pasó de listo. Teniendo campo de sobras para correr en el centro izquierda, se empeñó en desplazar al PP del liderazgo de la derecha española. Por eso no le bastó con la vicepresidencia que le ofrecía Sánchez y nos dejó en manos de Podemos y los nacionalistas. O presidente o nada, se dijo. Y el resultado ha sido nada, con el agravante de que su hundimiento personal propició el del partido, que pasó de ganar unas elecciones autonómicas en Cataluña a no pintar prácticamente nada, ni en Cataluña ni en el resto de España.
No sé dónde se meterá ahora el señor Rivera, pero reconozco que tampoco me importa mucho. Para mí siempre será el sujeto que se cargó un partido en el que llegué a creer durante un tiempo y que, con sus arbitrariedades y sus tendencias erráticas, condujo a la actual irrelevancia (cuando apareció Manuel Valls, lo trató a patadas por si le hacía sombra), aunque sigan militando en él algunas personas de mérito y Félix de Azúa insista en que los seguirá votando hasta el día del juicio. El caudillo providencial se convirtió en un siniestro metepatas de los que se caen, nunca mejor dicho, con todo el equipo.
No sé si lo han echado del bufete por no dar golpe o por no cumplir las reglas de las puertas giratorias: atraer contactos de interés para la empresa que te contrata tras tu paso por el poder político. Si esa era la intención de Martínez Echevarría, le faltó algo de vista. Deberían haber esperado a que Rivera llegara a vicepresidente de la nación y, a ser posible, a presidente: quizás ahora se den cuenta de que fichar a un suicida político no es una idea especialmente brillante (entre otros motivos, porque no le has dado tiempo a desarrollar esos contactos que tan útiles te pueden ser para tus cosas).
Con los fracasos acumulados en la política y en la abogacía, no parece que Albert Rivera lo tenga muy fácil para seguir viviendo tan bien como hasta ahora, pues no le quedan muchos más terrenos que quemar (y peor lo tiene el sidekick Villegas). Y lo que más me molesta de todo es que, a día de hoy, sigo sin saber quién es exactamente Albert Rivera ni qué le mueve en esta vida aparte de las ansias de medrar.