Después de insistir hasta el cansancio (ajeno) en la importancia de la salud mental, el consejero Argimon se descuelga con el fichaje de 45 psicólogos para hacer frente a los desajustes psíquicos de la población catalana, incrementados, sin duda, tras la pandemia del coronavirus. Hace un tiempo nos prometió que serían 150, una cifra que tampoco era como para echar cohetes, pero sí un poco menos esmirriada que la ahora se nos anuncia.
Tal como está Cataluña, es evidente que con 45 psicólogos clínicos no hacemos nada, pues con ese número tan escaso de profesionales no basta ni para atender a las necesidades del Gobierno regional, de los dirigentes de la ANC, Òmnium Cultural y el Institut Nova Història y de las chicas de la CUP. Ya sé que todo ese personal no cree necesitar ayuda psicológica, pero todos sabemos que son como esos internos de los psiquiátricos que, aunque se pasen la vida con la camisa de fuerza puesta, insisten en que no están locos y en que su presencia en el sanatorio es fruto de un error o de alguna oscura conspiración en su contra.
Hace años que Cataluña sufre serios problemas de salud mental: se remontan a principios de la década de los 80 del siglo pasado, cuando la primera victoria electoral de Jordi Pujol, y han ido empeorando desde entonces hasta alcanzar su punto de ebullición con el ridículo motín de octubre de 2017 que condujo a los majaretas en jefe al talego o al maletero de un coche.
De hecho, la crisis psicológica colectiva experimentada por los catalanes es uno de los fenómenos más curiosos de los últimos tiempos en Europa: nunca se había visto una revolución protagonizada por buenos burgueses con piso en la ciudad y segunda residencia en el campo; nunca habíamos asistido al suicidio de la clase social determinante en una colectividad moderna, la burguesía; nunca habíamos experimentado un episodio tan largo de insania colectiva que ha causado un daño profundo a la economía y a la convivencia. De ahí que la atención psicológica debería ser considerada una prioridad por las autoridades, si no fuera porque dichas autoridades se comportan como los internos de un manicomio que se hubieran apoderado de las instalaciones tras ejecutar a médicos y enfermeros.
Aunque pasáramos por alto la evidencia de que quienes más necesitan ayuda psicológica urgente se resisten a aceptarla, la perspectiva no mejoraría. Aceptemos (como el que acepta pulpo como animal de compañía) que nuestros mandamases crean que somos los demás los que necesitamos un refuerzo cerebral. Aun así --y tras agradecer que sacrifiquen su salud mental en beneficio de la nuestra--, la ayuda es insuficiente: con 45 profesionales del coco para más de siete millones de personas no se puede dar abasto. Por no hablar de que poca cosa vamos a arreglar si curamos a la clase de tropa, pero dejamos a los mandos perseverar en su demencia.
Urge, pues, un nuevo sacrificio por parte del pueblo catalán, y aquí estoy yo para predicar con el ejemplo: renuncio al psicólogo que me tocaría si pidiera una cita ahora y me la concedieran en octubre del 2032 para que dicho psicólogo se encargue de quienes necesitan su ayuda mucho más que yo. Si me dejan elegir, cedo mi psicólogo a los Jordis, a Laura Borràs, a Víctor Cucurull o al gasolinero Canadell, que, sin ser conscientes de ello, llevan años pidiendo ayuda mental a gritos. Soy así de generoso y, además, espero que tomar esa medida me beneficie: una vez curados los cabecillas del Movimiento por el Desequilibrio Nacional, será más sencillo que sus seguidores vayan volviendo a estar también en sus cabales. Algo de lo que nos beneficiaríamos muchos catalanes. Y yo el primero.