Según informaba ayer Pablo Planas en este mismo diario, se acaban de publicar dos libros sobre la aparición estelar de Carles Puigdemont para amargarle la toma de posesión a Salvador Illa, cosa que no hizo por miedo a la detención, dándose a la fuga velozmente sin que nadie le echara el guante.
Éramos legión los que intuíamos juego sucio en la situación, los que pensábamos que la administración autonómica y la central se habían puesto de acuerdo para no detener a Cocomocho. Esos dos libros, al parecer, confirman nuestros peores presagios.
Era muy raro que Puchi cruzara la frontera sin que lo detectaran la Guardia Civil y la Policía Nacional (supongo que se les habría ocurrido registrar los maleteros de los coches, que es donde le gusta viajar al fugitivo). Y era más raro aún que los Mossos d'esquadra no lo detuvieran en su paseo por Barcelona. A no ser que unos y otros hubiesen recibido instrucciones de la superioridad para no incordiar al presidente más legítimo de tots els que es fan i desfan.
Sólo faltaba enterarse de que el supervisor del operativo policial era el Puma convergente, Antoni Castellà, para que se hiciera evidente que nunca se pretendió detener a Puchi. Es decir: el Gobierno central y el autonómico se rieron de todos nosotros para no poner en peligro la presidencia de Pedro Sánchez, que se hubiese tambaleado con Cocomocho en el talego.
Para evitar tan doloroso extremo, se imponía mirar hacia otro lado, pues peligraban los siete votos convergentes en el Congreso. Cuando uno es lo único que separa a su pueblo del fascismo, hay que priorizar, amigos.
No he leído los dos libros de los que habla el amigo Planas, pero me basta con que confirmen mis intuiciones. Ya sabía que el señor presidente es un arribista que sólo piensa en conservar el poder a cualquier precio (o a ejercer de dique contra el fascismo, según él), así que el hecho de que me lo confirmen no me coge por sorpresa. Cuando solo piensas en tu sillón, eres capaz de cualquier cosa. No descartemos que Sánchez acabe autorizando un referéndum en Cataluña, no sobre la independencia (si Cataluña se independiza, se queda sin los siete votos de Junts, arriesgándose a ser desalojado de la Moncloa), pero sí sobre algo parecido, aunque sólo funcione a nivel simbólico.
Eso parece insinuar la labor de mediador entre el Estado y el sublevado que lleva a cabo el inefable José Luis Rodríguez Zapatero, aquel badulaque pomposo que hizo como que presidía la nación hace unos años. Desde que vio que Felipe González no le reía las gracias y no lo ajuntaba, nuestro Pedro se puso a buscar otro gurú que lo tratara mejor y topó con Zapatitos, que ya llevaba un tiempo brujuleando por el mundo de la mediación (en Venezuela, principalmente, donde se dedicaba a jalear a Maduro y a pasar de la oposición como de la peste: esperemos que, por lo menos, levante una pasta a cambio de su bochornosa conducta), y que se prestó a ejercer de correveidile con el fugitivo de Waterloo, del que acaba de decir que es un hombre de gran poderío intelectual al que admira mucho (o algo parecido).
Hablar de la altura intelectual de Cocomocho es un insulto a la inteligencia de los españoles, pero si Sánchez es lo que quiere, ¿por qué no dárselo? Se trata de tener contento a Puchi para que sus siete votos se mantengan a disposición del señor presidente. Pasemos por alto el hecho de que un Estado que se respete no debería negociar con un fugitivo de la justicia, ya que esa línea roja se cruzó hace años. Gracias a la administración Sánchez, ya no hay líneas rojas en España. Se cruza lo que haga falta para asegurar la supervivencia del líder providencial.
Entre la mediación de Zapatitos y las trapisondas de Conde Pumpido para asegurar la amnistía a Puigdemont, Sánchez aspira a eternizarse en el cargo. Comparado con tan alto objetivo (proteger a los españoles del fascismo rampante), ¿qué importancia tienen los mangoneos judiciales y las operaciones policiales amañadas?