Josep Lluís Trapero cada día me parece uno de los personajes más fascinantes de todo el prusés. Su manera de actuar es a menudo errática, pero hay algo en él que lo hace interesante; básicamente, no saber nunca por dónde te va a salir. Cuando la charlotada de Puchi y su pandilla, se puso de perfil, dejando que la policía española repartiera los preceptivos porrazos entre los votantes del referéndum ilegal. Cuando lo juzgaron, se sacó de la manga un supuesto plan para detener a los golpistas si así se lo ordenaba un juez y, entre eso y las oportunas lágrimas de su abogada, Olga Tubau (¡gran muestra de profesionalidad!), consiguió salirse bastante de rositas. Cuando parecía que solo aspiraba a una plaza de segurata en el Bon Preu o a irse a casa, el gobiernillo catalán le devolvió el puesto de trabajo y lo reinstauró como mandamás de la policía autonómica. Cuando le quitaron el cargo –¿a quién se le ocurre decir que estaba dispuesto a detener a Puchi y sus secuaces, hombre de Dios?— y lo enviaron a tocarse las narices a una comisaría en la que pudiera dedicarse tranquilamente al papeleo, no dijo nada y pareció que encajaba virilmente su destino. Y cuando lo invitaron a participar en una sesión del Parlament, hace unos días, aprovechó para ciscarse en todo lo que se movía, acusar a sus mandos políticos de manipular a la policía autonómica por motivos espurios y de quitárselo de encima para convertirlo en un burócrata y, en definitiva, vino a decir que todo va mal en los Mossos d’Esquadra por culpa de quienes pretenden controlarlos sin pertenecer al cuerpo. Supongo que luego se volvió a su despacho a seguir dándole al papeleo, pero de eso ya no hay noticias. Casualmente –o no—, unos días después de sus acaloradas declaraciones, Josep Lluís Alay, guardián de las esencias y jefe de la oficina de Puchi (trabajo que nadie sabe en qué consiste, dada la actividad no precisamente frenética del Hombre del Maletero), dijo que había que disolver el cuerpo de Mossos d'Esquadra y volver a empezar por el principio (Alay está que se sale últimamente: antes de decretar la necesaria disolución de los Mossos, acusó a TV3 de catalanofobia por anunciar la próxima gira de Joaquín Sabina, un hombre que nunca se ha mostrado muy piadoso con el prusés y sus responsables).
Ante la jeremiada de Trapero, la reacción de la prensa del régimen fue unánime, aunque con matices según el diario o el columnista: en general, la tesis era que Trapero se había subido a la parra con sus declaraciones en pro de la autonomía policial y que pretendía hacer su santa voluntad pasando de los políticos, que, en una democracia, siempre tienen que estar por encima de los uniformados y bla, bla, bla. Mi tesis particular es que ni los políticos ni la prensa del régimen saben qué hacer con Trapero. Es posible, incluso, que el propio Trapero no sepa muy bien qué hacer consigo mismo. Es evidente que lleva encima un rebote del quince, pero me temo que su política de bandazos no va a llevarle a ninguna parte. Y es que, en el fondo, no sabemos qué piensa Trapero de todo en general.
Hasta ahora ha interpretado los siguientes papeles: trepilla con guitarra en can Rahola; héroe antiterrorista tras los atropellos salvajes de la Rambla de Barcelona; ni partidario ni opositor al referéndum de independencia, sino todo lo contrario; policía constitucional dispuesto a detener a los responsables del cirio indepe de octubre del 17; dimisionario de cualquier asunto emparentable con el procesismo; orgulloso recuperador de su cargo de major de los Mossos d’Esquadra; burócrata a la fuerza; airado acusador de unos mandos políticos a los que considera incapaces y venales… ¿Qué vendrá a continuación? ¿Cuál será el siguiente papel que interprete este curioso personaje?
Nuestros políticos y nuestros periodistas del pesebre lazi no lo saben. Y mucho me temo que él tampoco. Eso sí, la interpretación, sea la que sea, será digna de verse y oírse.