Al primer bebé catalán del 2022, una niña llamada Alexa, se encargó de darle la bienvenida --a su manera y vía Twitter-- un tal Jordi que se lamentaba de que la ganadora anual del concurso regional de partos no fuese una catalana de pura cepa, dado que sus padres no tuvieron el privilegio de nacer en Cataluña, sino en algún país extranjero. Jordi se asustó cuando le acusaron de racista en las redes sociales, borró el tuit y pidió disculpas, pero algo me dice que sigue pensando lo que escribió. Jordi, por cierto, es profesor, no sé si de instituto o de universidad, pero la cosa da que pensar acerca de en qué manos dejamos la educación en nuestra querida comunidad autónoma.
Y es que llovía sobre mojado. Cuando el cirio del niño de Canet cuyos padres solicitaron un 25% de clases en castellano, otro profesor (que también ejercía de gastrónomo) propuso ir a apedrear la casa de esa familia que, según él, quería impedirle a la pobre cría que aprendiera catalán. También se rajó, borró la inconveniencia y hasta adujo que lo de apedrear era metafórico y achacable a sus orígenes rurales. Hace unos días, Hèctor López Bofill, lazi de pro y profesor en la Pompeu Fabra, eructó un tuit en el que impostaba sorpresa ante el hecho, para él inexplicable, de que los catalanes encajaran con suma tranquilidad los muertos del coronavirus, pero pusieran el grito en el cielo ante la posibilidad de que alguien la diñara en lo que él denominaba “un proceso de emancipación nacional”. La Pompeu se está pensando si lo sanciona o no (yo diría que va a ser que no) mientras figuras señeras del lazismo se solidarizan con él y aseguran que lo suyo es libertad de expresión de la mejor especie. Y si a mí me parece que semejante fanático no debería estar dando clases ni en un parvulario --como los otros dos recién citados--, debe ser porque soy un colono, un ñordo infame y un botifler.
Quienes compartan mi (mala) costumbre de frecuentar la prensa lazi subvencionada por el régimen habrán observado que últimamente goza de cierto auge una línea de pensamiento (por llamarla de alguna manera) consistente en despotricar del seny, reducido a pura cobardía, y en reivindicar el ardor guerrero ante los, al parecer, constantes ataques de los taimados españoles a los catalanes de bien. Los artículos siempre los firma gente que se escondería debajo de la cama al oír el primer disparo y que suelen dedicarse a la docencia o alguna otra clase de cómodo funcionariado. Son gente que reivindica una épica que no están dispuestos a asumir personalmente y que, cuando hablan de morir por la patria, nunca se refieren a sí mismos, probablemente porque ninguno de ellos piensa empuñar uno de esos fusiles que tanta falta hacen para sacudirse el yugo español. Desde sus confortables apartamentos en el Eixample barcelonés o sus segundas residencias en el campo (frecuentemente heredados, unos y otras, de sus queridos papás), llaman a la revolución, a dejarse de componendas, a liarse a bofetadas y a tiros si hace falta y a dejar de ir por ahí con el lirio en la mano en lo concerniente al enemigo español.
Y casi todos dan clases, frecuentemente en alguna universidad. Supongo que al régimen le parece estupendo dejar la educación de los jóvenes en manos de energúmenos nacionalistas incapaces de predicar con el ejemplo porque todos viven divinamente (pese a la opresión española). Algunos son bocazas inofensivos y, en el fondo, buenos chicos (pienso en Bernat Dedéu, con el que siempre me detengo a intercambiar unas palabras cuando me lo cruzo por el barrio). Otros están tan locos que resultan hasta divertidos (reconozco estar enganchado a las columnas de Enric Vila, un tipo capaz de empezar hablando de la mítica Carga de los 600 en Balaklava --¡inmortalizada en un poema de Tennyson!-- y, tras pasar por la conferencia de Yalta y el asesinato de Martin Luther King, acabar con la tan inminente como inevitable independencia de Cataluña). Y luego están los fanáticos peligrosos (aunque solo lo sean para sus sufridos alumnos) como López Bofill, el detector de bebés no exactamente catalanes y el partidario del apedreamiento metafórico y rural.
El lazismo ha consagrado una figura imposible, la del funcionario radical y revolucionario que no tiene ni media bofetada, pero llama al motín y la insurrección (sangrienta, si es necesario). Y al sacrificio patriótico, sobre todo el ajeno. ¿No podría el régimen, por lo menos, servirles la sopa boba en algún departamento que no fuese la docencia? ¿O aspiramos a ser el único paisito del mundo que deja la educación en manos de energúmenos?