Hay naciones sin estado que, para superar su complejo de inferioridad, le dicen al país de al lado que lo suyo no es una nación ni es nada. Suelen hacerlo el día de la fiesta nacional del vecino --que también es la suya, de momento, aunque no se den por aludidos-- con la intención de deslucirla, aunque este año, sin ir más lejos, ya se haya encargado de ello el coronavirus (y la Patrulla Águila del ejército del Aire, cuyos pilotos se hicieron un lío con las franjas de la bandera que dibujaron en el aire, tomando el testigo de la farola del año pasado contra la que se estrelló un paracaidista). Para el lazi medio, España no es una nación, sino una jaula de matriz castellana para las genuinas naciones de la península. En esa dirección ha ido este año Pilar Rahola desde su nuevo púlpito en la red: como no le bastan las varias horas mensuales de tabarra audiovisual que le financiamos vía TV3, la cheerleader mayor del régimen se ha metido a influencer; el caso es monologar, ya que las conversaciones no se le dan nada bien cuando el oponente se le pone farruco --como hizo Alejandro Fernández en el FAQS--, momento en el que se comporta como Donald Trump y opta por interrumpir constantemente al contrario y seguir largando sottovoce mientras el otro intenta concluir un razonamiento (o sea, lo que Jesús Mariñas le hacía a la pobre Karmele Marchante cada vez que se la cruzaba en un plató).
El 12 de octubre también es fundamental que salga alguien del gobiernillo a decir que la conquista de América fue un genocidio y a exigir disculpas públicas, cosa que nadie comenta de Estados Unidos, a cuyo presidente tampoco se exigen actos de contrición, aunque los padres fundadores se tomaron el exterminio más en serio que los españoles, que solo matamos a los hombres y violamos o engatusamos a las mujeres, dando origen a un fecundo mestizaje que se aprecia a simple vista en casi toda Sudamérica. Este año le ha tocado a la ministrilla Ester Capella, secundada por el Tete Maragall, lo de insistir en el genocidio --¿alguien conoce alguna invasión pacífica y armoniosa, aparte de la ocupación nazi de París durante la Segunda Guerra Mundial, una de las más notables vergüenzas nacionales de nuestros vecinos del norte?-- y reclamar disculpas, rutina que últimamente se ha completado con la teoría de que el perverso estado español quiere eliminar a los catalanes igual que a los nativos de América del Sur, lo cual convierte a los lazis en los últimos indios de Europa (y los primeros también).
Cada 12 de octubre, las autoridades (sic) del régimen, secundadas por Omnium, la ANC y demás asociaciones patrióticas financiadas con el dinero del contribuyente, se descuelgan con la chorrada del genocidio y las disculpas mientras parecen recordar la canción de Quilapayún (¿o eran Inti Ilimani?) Dale tu mano al indio. De repente, los mismos lamentables supremacistas que deprecian a los españoles y tratan a los latinoamericanos de panchitos se convierten en indios honoríficos y se comparan con ellos, pues, desde su punto de vista, no hay diferencia alguna entre las escabechinas de Cortés y Lope de Aguirre y el trato político de Sánchez y Rajoy, que para nuestros nuevos indios es la versión contemporánea del supuesto genocidio que tanto fingen que les atormenta.
La negación de España como nación y el creerse indios por un día son ya tan tradicionales en la Cataluña lazi como el Caga tió navideño. Cada 12 de octubre hay que soltar ambos conceptos como si se te acabaran de ocurrir, aunque lleves, como es el caso, repitiéndolos cual loro desde hace años. Lo que nunca nos explican es por qué le conceden tanta importancia a la fiesta nacional del país vecino, como no sea, claro está, para cimentar su supuesta condición de colonia, de últimos restos de serie del imperio español, de gloriosa escurrialla de los tiempos en que España nunca se ponía el sol.
Intuyo que la expresión “hacer el indio” se ha convertido en una muestra de incorrección política, pero es ideal para definir la performance de la ministrilla Capella y las actividades anticolonialistas de Omnium, la ANC y esos auto denominados antifascistas que son tan brutos, primarios e intolerantes como los fascistas de toda la vida con los que intercambian rebuznos junto a la estatua de Colón al final de la Rambla, donde Santiago Auserón, líder de Radio Futura, se encontraba con la negra Flor y no costaba nada intuir cómo acabarían la noche, entregados al sano mestizaje o, para los lazis, emponzoñados por el más vil colonialismo sexual.