Aunque a los más jóvenes les resulte difícil creerlo, hubo una época en la que por las aceras de Barcelona solo circulaban los peatones. Las cosas estaban muy claras en aquellos tiempos: los coches y las motos, por la calzada; los transeúntes, por la acera. Con tan idílica situación acabó el alcalde Maragall cuando le dio por potenciar --los motivos eran nobles, lo reconozco-- el uso de la bicicleta, artefacto no contaminante que en otras ciudades de Europa contaba con miles de partidarios (lo comprobé a finales de los años ochenta durante una visita a Berlín, donde los ciclistas, todos ellos personas correctas, educadas y germánicamente preocupadas por el medio ambiente, se desplazaban por unos carriles especialmente diseñados para ellos).

Lamentablemente, Barcelona no es Berlín ni los españoles nos parecemos mucho a los alemanes. Así pues, la introducción de la bicicleta en Barcelona se topó de inmediato con varios escollos (yo diría que) genéticos. A diferencia de los ciclistas berlineses, entre los de Barcelona abundaban los sociópatas petulantes que se sentían superiores a los peatones, a los que pitaban para que se apartaran de su camino, pues habían decidido subirse a las aceras para no ser atropellados por los vehículos de motor. Cada vez que había un incidente entre un peatón y un ciclista, era siempre el ciclista quien se comportaba de la peor manera posible, insultando o incluso agrediendo al peatón que se le ponía farruco, según él, y que solo pretendía reivindicar su derecho a deambular por la acera sin peligro de ser arrollado.

Administración tras administración --de izquierdas, de derechas o de ni una cosa ni otra, sino todo lo contrario-- aceptaron el aura de santidad de los ciclistas sin rechistar: podían saltarse semáforos y atropellar peatones tranquilamente porque eran una especie de rainbow warriors que solo pensaban en la limpieza del aire y en la sostenibilidad, y no los cafres que aparentaban ser. Ahora nos dice Ada Colau que por fin los va a sacar de las aceras, pero uno ya no se cree nada, pues ha oído esa promesa muchas veces sin que jamás se cumpliera.

Como éramos pocos, parió la abuela. A la bicicleta se suman ahora los patinetes eléctricos --su venta ha subido un 300% en los últimos tiempos-- y otros ingenios demoníacos como el Segway o esa versión motorizada del monociclo para osos de circo que te permite, si no te caes, recorrer la ciudad a una velocidad notable. Resulta, además, que los ciclistas no se llevan muy bien con los del patinete, que comparten carril con ellos. Se quejan los ciclistas de que los del patinete los adelantan a una velocidad exagerada, poniendo así en peligro su ya precario equilibrio.

Como aún no he presenciado ningún enfrentamiento, no sé quiénes son más brutos, si los ciclistas o los del patinete, y mientras se las tengan en el carril bici, allá penas. Pero algo me dice que esas broncas llegarán pronto a la acera, donde el peatón podrá elegir entre ser atropellado por una bici o por un patinete, incrementándose de paso las posibilidades de acabar en el hospital.

De la misma manera que los okupas barceloneses son una pandilla de mostrencos que no tienen nada que ver con los homólogos berlineses que conocí hace años --aquellos chavales se tomaban tan en serio y de forma tan ordenada la okupación como sus abuelos la invasión de Polonia--, nuestros usuarios del transporte individual alternativo cuentan con un elevado porcentaje de merluzos sobrados y con mala uva a los que no se debería dejar conducir ni una segadora de césped. No es fácil distinguir a unos de otros --quiero creer que la mayoría son personas excelentes, pues tengo amigos devotos de la bici--, pero tal vez habría que instaurar un carné para bicicleta y patinete al que se accedería tras un intenso examen psiquiátrico. Y, sobre todo, que se olviden de una maldita vez unos y otros de las aceras, pues, como dirían los indepes, las aceras serán siempre nuestras.