Las estadísticas afirman que el 40% de la población española no ha leído --ni va a leer-- un libro en su vida. Pero desde hace unos cuantos días, cuando Albert Rivera (Cs) convirtió en asunto parlamentario un mantra que lleva años circulando por los mentideros políticos --la tesis del doctor Sánchez no es del ciudadano Sánchez--, no existe otro tema de conversación en la España oficial, ese simulacro de la verdadera. Los españoles, salvo excepciones, no somos muy devotos de la lectura. Se sabe. El personal prefiere el fútbol y la cerveza; pero sus representantes (figurados) llevan días discutiendo sobre plagios, notas al pie, citas referidas y bibliografía exquisita como si fueran hegelianos desatados. 

Por supuesto, todo es puro teatro: ni la tesis del presidente del Gobierno merece tal nombre, ni el cum laude concedido por el tribunal expresa el auténtico sentido de esta tradicional expresión latina. Tampoco parecen demostradas --de momento-- las acusaciones de plagio hechas por cierta jauría mediática, que empezaron siendo irrebatibles y ahora han pasado a ser "sospechas". Mala cosa. Lo escribió el maestro Baroja: "En la verdad no hay matices. En la mentira, muchos". Con la tesis de Sánchez ocurre igual que con el TFM (este sí, plagiado) de la exministra de Sanidad: ambos son documentos avalados por una institución académica. Es esto lo que debería alarmarnos. ¿Cómo es posible que una universidad, que no es más que un cónclave de doctores, refrende semejantes engendros? 

La pregunta es retórica. Se contesta sola: la ilustre academia es una institución igual de corrupta e ineficaz que cualquier otra. Incluso diríamos que más, porque administra un saber universalis que con demasiada frecuencia termina siendo particularis. En ella sucede además un fenómeno curioso: catedráticos y profesores titulares --salvadas las obligadas excepciones-- padecen una enfermiza necesidad de elogios y profesan una querencia patológica por los reconocimientos. Es verídico: el mejor consejo que un director de tesis puede darle a un doctorando es que incluya alguna referencia en la bibliografía a los miembros del tribunal. "Es lo primero que miran".

Nuestros académicos, supuestamente, lo tienen todo (en su profesión), pero están faltos de cariño. Ambicionan, como sus mayores, un prestigio social y económico que en la España actual se ha esfumado. Mientras, los cachorros políticos con aspiraciones, cuya única profesión es el partido, necesitan construirse currículos a la carta que les permitan simular la preparación de la que carecen. Tampoco quieren parecer lo que son: indocumentados. ¿A quién puede extrañarle que ambos intereses concuerden? A nadie. 

La burbuja de las universidades --50 públicas y 32 privadas-- se ha vendido a la sociedad española, cuyo nivel de instrucción histórico era deplorable por el efecto combinado de la guerra civil y cuarenta años de dictadura, como un síntoma de progreso. Ha terminado siendo justo lo contrario: a más titulados, menos sabios. Mientras más licenciados, más desempleados (con títulos). El mercado laboral español nunca ha perseguido la excelencia, sino el ahorro de costes. Se dirá que, a pesar de todo, la instrucción media ha mejorado. Pudiera ser, pero a costa de hundir el nivel académico, convertir a las facultades en colegios y transformar la educación superior en el actual negocio de las apariencias.

La legislación permite a las universidades inventarse títulos propios, generalmente inanes, y dar clases sin parar con tal de hacer caja, convirtiendo en un negocio la emisión de másteres. Las capillas habituales no han dejado en ningún momento de practicar la endogamia; únicamente han ampliado el círculo de beneficiados a unos políticos que sólo se sirven a sí mismos. Así es el mundo real. Lo que debería preocuparnos, como ciudadanos, no es si Sánchez es el autor de su tesis, si a Casado le aprobaron por la carita (de ángel) o si a la exministra de Sanidad le regalaron un título, sino algo bastante más grave: ¿cómo es posible que otros cientos de alumnos consigan credenciales académicas simuladas

La respuesta no deja bien a nuestras universidades, convertidas en empresas de credenciales subprime que, igual que las hipotecas basura, cuestan (sin tener valor) lo que un comprador decida pagar por ellas en el inconstante mercado de los espejismos. Todo va bien hasta que llega un día en que las acciones bursátiles se convierten en papel mojado y el prestigio se hunde. Parece próximo. Este es el drama de la universidad española, donde se investiga poco (porque implica invertir en el verdadero talento). Entenderlo no requiere hacer ningún estudio. Basta leer el primer folio del TFM de Montón, con sólo cincuenta tristes páginas, para darse cuenta de qué estamos hablando: una persona que escribe punto y aparte después de redactar la primera frase de un texto no es de fiar.