Antonio de Guevara, ilustre ensayista del Renacimiento, decía que en las cortes --léase en las ciudades, que era donde los reyes solían instalarse-- “todos dicen haremos pero ninguno dice hagamos”. Muchas promesas, pero escasos resultados. Lo recordaba al ver las imágenes de los agricultores de Don Benito (Badajoz) en pie de guerra contra el Gobierno tras conocer la última subida del salario mínimo, que encarecerá (por decreto) los costes de producción de un sinfín de explotaciones agrícolas cuyos dueños, en vez de resignarse ante lo que algunos llaman la globalización –un sistema económico regido por la desigualdad y la ley del más fuerte–, se han levantado, igual que los ancestrales comuneros castellanos, en demanda de una regulación más justa de la cadena de distribución comercial que vende sus productos. 

Se trata de una guerra imprevista que nadie, al parecer, esperaba, pero que va a condicionar el arranque de esta legislatura de las virtudes, dominada --de momento-- por una constelación de fuerzas políticas (PSOE, Podemos e independentistas) que pretenden implantar de facto un nuevo régimen político en España, saltándose las exigencias de los procesos constituyentes. Con nocturnidad y alevosía. La revuelta del agro parece un anacronismo en comparación con el mundo virtual en el que habita la política contemporánea. Y, sin embargo, aunque sólo sea en términos semánticos, es una metáfora perfecta de la verdadera realidad de este país: la gente común ya no obtiene recompensa por sus esfuerzos. Un problema que no tiene absolutamente nada que ver con el cuento de las identidades (interesadas) ni con la España plurinacional. 

El fenómeno es interesante porque derrumba muchos mitos. No es, strictu sensu, una rebelión de la España interior (como algunos la llaman) frente a la exterior. Más bien se trata de una queja honda, ecuménica, transversal y colectiva que, sin declararlo abiertamente, evidencia el estrepitoso fracaso del sistema de gobierno de las autonomías que, a pesar de multiplicar las instituciones por los cuatro puntos cardinales, lleva décadas sin atender los problemas cotidianos de los ciudadanos.

En la España vacía que ahora reclama su protagonismo en la agenda política existen hasta cuatro niveles distintos de representación institucional, sin que este hecho haya servido nunca para encauzar sus demandas. Se trata de un lugar común de la imperfecta democracia española, donde las viejas reclamaciones territoriales --que eran y son básicamente económicas-- fueron desactivadas mediante la estafa del autogobierno y las generosas subvenciones europeas, cuya posible disminución está sobre la mesa de los altos gobernantes continentales.

El panorama del sector agrario, igual que el de otros colectivos, no es muy esperanzador. Mientras nuestros políticos juegan a crear sujetos políticos, discuten sobre soberanías ficticias o dicen una cosa y la contraria en días alternos, las cuentas del campo no salen; igual que tampoco cuadran los ingresos y los gastos familiares en unas ciudades donde el empleo es precario --si es que existe-- y el precio de los alquileres se han disparado, haciendo imposible la tarea (obligatoria) de sobrevivir.

Es curioso: en España, donde la cohesión territorial es una eterna asignatura pendiente, en buena medida porque dependía de obligar a los caciques locales (entre ellos, los nacionalistas) a gestionar su realidad, en lugar de inventarse utopías egoístas, la política sigue rigiéndose por valores propios de la cultura agraria --el aldeanismo mental, las fratrías políticas, el ridículo orgullo tribal-- pero desprecia, con el supremacismo característico de las cortes antiguas, lo que ocurre en las aldeas, donde no parece que suceda nada y, sin embargo, es donde todo comienza. Incluida la desgracia.