La prudencia, que es una de las virtudes cardinales, aconseja no prometer a nadie aquello que uno no está en condiciones ciertas de otorgar. En la política española, sin embargo, es una cualidad moral que rara vez se practica: casi todos los debates de nuestra vida pública son una sucesión (infinita) de trampantojos. Sin ir más lejos, tenemos un ejemplo categórico en la (¿exitosa?) investidura de Pedro I, el Insomne. El sustento de su acuerdo con Podemos y los nacionalistas consiste precisamente en esto: en garantizar algo que no depende (por fortuna) de la voluntad del nuevo jefe del Ejecutivo. El margen de movimientos del nuevo Gobierno es relativo porque, antes o después, igual que le sucedió en su día al Govern, se encontrará con la pared de la ley, que en cualquier democracia es el único patrón que existe. 

Hay quien piensa que esta coyuntura debería hacernos relativizar los compromisos de los socialistas con los nacionalistas, al contrario de lo que hace la oposición en el Congreso con su habitual tremendismo. No les falta parte de razón, pero no sería la primera vez –ni tampoco la última– que un Gobierno decide obviar las evidencias y buscar atajos para burlar la legislación vigente. Para juzgar la nueva etapa política que acaba de comenzar sólo tenemos como asideros los hechos y los documentos rubricados por los partidos. Nada más. Y ambos nos confirman la voluntad compartida de caminar hacia algo tan demencial como sustituir la objetividad de la ley por la subjetividad (sentimental) de la identidad tribal. 

Valorar semejante cabriola conceptual exige saber interpretar –más allá de las palabras y los eufemismos– cuál es el verdadero animus de los distintos interlocutores. Y en este terreno la coincidencia es plena: los socialistas y Podemos, cuya función en esta nueva etapa es hacer de bisagra con los independentistas, han aceptado un rosario de ensoñaciones: que la crisis de Cataluña es “un conflicto político”, que lo que acuerden los partidos políticos en una mesa está por encima de la Constitución y que la estructura del Estado debe ser adaptada –sin el concurso de todos los ciudadanos– a las exigencias particulares de aquellos que consideran extranjeros (e inferiores) al resto de sus compatriotas. 

Siendo todo esto un delirio (interesado), aún lo es más la puesta en escena de la tragicomedia. Sánchez, que ya le coge el teléfono a Quim Torra (sin que éste haya condenado la violencia de los CDR), ha admitido que, como paso previo a la formalización de la famosa mesa de diálogo entre el Gobierno y la Generalitat, celebrará una reunión con Torra. Lo que no aclara nadie es en calidad de qué va a acudir el regente de JuntsxCat a este encuentro. El presidente del Govern, tras negarse a obedecer una orden de la Justicia (catalana), ha sido inhabilitado de forma categórica. Ni es ya diputado electo del Parlament ni, en consecuencia, como establece la ley, puede seguir representando a la Administración catalana. Si Sánchez, dado este escenario, acepta reunirse con él estaría obviando las resoluciones judiciales y sitúandose voluntariamente en el mismo espacio de rebeldía institucional de los nacionalistas. 

No existen precedentes de que un presidente del Gobierno ignore –con luz y taquígrafos– los mandatos judiciales. Sánchez sería el primero en hacerlo, reproduciendo a escala estatal lo mismo que hicieron –y todavía hacen– los independentistas en Cataluña. Lo lógico sería pedir un interlocutor legalmente válido –un nuevo presidente de la Generalitat– o no celebrar reunión alguna, con lo cual no podría constituirse la mesa de partidos y –Rufián dixit– se agotaría la legislatura que acaba de nacer. Es evidente que Sánchez y Torra se reunirán. Cuando dé este paso el presidente del Gobierno habrá consumado su tránsito desde el territorio constitucional al de la imprudencia. Esto es: se situará en la inmoralidad. 

Las virtudes cardinales, según la teología cristiana, que adaptó las doctrinas del platonismo, son necesarias para mantener el orden social y que las relaciones humanas fluyan. Nadie le exige a Sánchez que practique la virtudes teologales (fe, esperanza y caridad). Ni que crea en ningún Dios. Se le demanda que sea un gobernante honesto. Está obligado, por la magistratura que ocupa, a ser prudente, respetar la justicia, practicar la templanza (en vez del oportunismo) y tener fortaleza (ante quienes exigen un trato insolidario con el resto de ciudadanos). El éxito de esta legislatura no depende de solucionar (de cualquier forma) la crisis en Cataluña. Consiste en hacerlo sin perder la virtud.