Michel Foucault, el filósofo francés, decía que donde hay poder habita la resistencia. Desde que Cela, en aquella frase de fortuna, sentenció que en España quien resiste, gana, inventando la épica de los que tienen por bandera la cabezonería, no habíamos visto –y vamos teniendo ya cierta edad– obcecación mayor que la de Sánchez I, presidente no electo de todas las Españas e investido gracias a una moción de censura provocada por el bochorno de que fueran los jueces, en lugar del sentido común, los que hicieran salir de la poltrona a Rajoy. 

El jefe del Ejecutivo, que ha ido diluyéndose como un azucarillo desde que pisó las moquetas de la Moncloa, ha verbalizado por fin su delirio: dice que va a gobernar mediante decretos encadenados en lugar de con un presupuesto sancionado en tiempo y forma por una mayoría de la que carece. La realidad le impide consumar su sueño adánico: llegar a 2020. Y, sin cortarse un punto, ha decidido prescindir del pueblo –representado en el Congreso– para beneficiar a la gente.

No podemos decir, y menos después del episodio de su tesis, que Sánchez I sea un prócer ilustrado a la manera del Siglo de las Luces. De hecho, va quedando claro que ni es lo primero ni tampoco lo segundo. Nuestro presidente parece más bien un niño consentido que se desdice cada día y se muestra incapaz de mantener un mismo criterio en el tiempo. Porque lo de Cataluña fue una rebelión, no un hackatón.

Su compromiso al ser investido fue convocar elecciones tras un breve periodo de estabilidad. Pero ahora huye de las urnas como un gato del agua. El demócrata in fieri se ha convertido en un aprendiz de absolutista. ¿Cabe calificar de otra forma a quien acusa al poder legislativo de “no hacer sus deberes”? Las Cortes, que se sepa, son las únicas competentes para validar las cuentas del Reino. Pueden hacerlo o no. En el primer caso expresan el parecer de los ciudadanos. En el segundo también.

Lo que el presidente está diciendo al negarle a la cámara la posibilidad de rechazar sus cuentas es que tiene nulo respeto a las reglas de la democracia, que son las mismas que le colocaron en la cumbre. ¿Si el Parlamento decidiera destituirlo va hacer un decreto negándose? Gobernar sin presupuesto se llama administrar. Hacer política sin él, sin embargo, se antoja mucho más complicado. Mandar consiste –no nos engañemos– en pagar para que los demás te obedezcan. 

Sánchez I llegó al poder despertando simpatía y el beneficio de la duda. Tenía a su favor el mito del ángel caído: ajusticiado por los suyos –igual que el Julio César de Shakespeare–, había sido capaz de resucitar y jugar sus cartas. Las primeras horas de su gobierno causaron admiración, pero el tiempo ha ido sofocando el optimismo: la formación de sus ministros se ha notado más en su conocimiento sobre las fórmulas societarias para eludir a Hacienda que en su actividad política. Una a una, fueron cayendo las promesas hasta imponerse el pragmatismo: hay que seguir en el poder a cualquier precio, sin importar el coste ni –por supuesto– los principios.

Todo vale: filtrear con el supremacismo del independentismo más delirante, burlar la ley mediante un indulto o, como hizo la vicepresidenta Carmen Calvo, obligar a la Abogacía del Estado a hacer política en vez de Derecho. La magia del resucitado se ha esfumado por completo. Si la estrategia de los socialistas era aprobar medidas sociales y llamar a las urnas para –desde el poder– consolidar su frágil situación parlamentaria, da la impresión de que el arroz se les ha pasado.

Tras la marea, queda la realidad: tenemos un presidente que quiere seguir siéndolo a toda costa; incluso, sin elecciones. Y que piensa, como los curas, que la gente lo tolerará a cambio de algunas famélicas medidas sociales que financiarán los propios ciudadanos, como está demostrando la negociación sobre las cotizaciones de los autónomos, donde quiere hacer pasar por protección lo que es escabeche. 

En sus tiempos como Ciudadano Sánchez, el presidente del Gobierno acudía a las agrupaciones del PSOE a contar su evangelio con una mochila. Parecía un joven Labordeta, sencillo y cercano. Ha sido tocar el poder y convertirse en alguien que cree que la democracia está a su servicio, en lugar de al revés. Convendría, si no quiere hundirse, cosa nada descartable, que pusiera YA fecha a las urnas. Tener secuestrada la voluntad de los ciudadanos, pactar con el independentismo ultramontano, negarse a ser controlado por la representación formal de la soberanía popular y gobernar por decreto revelan que, detrás de la mochila, lo que había es otro embrión de reyezuelo feudal. Siendo algo malo, miremos el lado positivo del asunto: es un alivio descubrirlo tan pronto.