El culto al Narciso que (casi) todos llevamos dentro es una herencia singular del primitivo cristianismo, que, paradójicamente, o quizás no tanto, predicaba la humildad como una virtud bastante recomendable. Desde que Agustín de Hipona escribió sus Confesiones, donde trata de explicar su anómala condición de converso, cualquiera que necesita justificarse ante los demás te suelta sin dudarlo un discurso en primera persona. Es una forma peculiar de tortura malaya. Este onanismo del yo es especialmente intenso en el ámbito de la política patriótica, donde los argumentos de antaño se han reducido al ritual recurrente de mirarse al espejo en público. Para nuestros próceres gobernar no consiste en gestionar los problemas colectivos. Basta simplemente con enunciar deseos o prometer la inminente promulgación de cualquier ley que --casi siempre lo intuimos desde el comienzo-- no llegará a aplicarse nunca.

La vida política es una insoportable autoficción: cada personaje de la farsa aspira a alcanzar la cumbre pronto, a ser posible en vida --podríamos llamarlo el síndrome de la estatua-- sin esfuerzo y, por supuesto, sin pasar el calvario de hacer sacrificios. Que Aznar haya roto su relación con el PP, cosa que no es del todo cierta, porque va a seguir en el partido como militante, ha ocupado estos días de Navidad primeras planas, como si el futuro personal de nuestro particular Napoleón pilarista importase a alguien más que a su familia y a sus allegados. Lo mismo ha sucedido con Su Peronísima, con el agravante de que, si Aznar se fue hace tiempo de la política --a pesar de quienes quieren que regrese--, la presidenta de la Junta de Andalucía todavía no ha terminado de arribar (a Ferraz). Lo suyo pues es más inquietante.

Para nuestros próceres gobernar no consiste en gestionar los problemas colectivos. Basta simplemente con enunciar deseos o prometer la inminente promulgación de cualquier ley que no llegará a aplicarse nunca

Hace unos días, como recordarán ustedes, queridos indígenas, Ella organizó un mitin subvencionado en Jaén --corazón de la Andalucía profunda-- para conmemorar el décimo aniversario de la ley estatal de dependencia. Era la coartada para que Zapatero, de profesión estadista, la apoyara en sus aspiraciones absolutistas, ante la falta de entusiasmo de los viejos patriarcas del PSOE. Por supuesto, el acto era prescindible, salvo por un interés particular. Su Peronísima tiene en lista de espera para disfrutar de este derecho --el cuarto pilar del Estado del Bienestar, como decía la propaganda-- a más de cien mil ciudadanos con sus correspondientes familias, condenados ad calendas graecas a que la burocracia meridional dictamine sobre su asunto. Mientras tanto, el tiempo pasa para todos excepto para los servicios sociales, que califican el grado de dependencia pero, incluso en aquellos casos más severos, supeditan la asistencia a un plan personalizado que nunca tiene fecha de aprobación.

Así que puedes morirte sin que la administración se gaste un duro en socorrerte. Es un negocio redondo: las instituciones se ahorran el coste de los dependientes pero, una vez éstos fallecen, se tiran al cuello de la familia, en quien previamente han descargado las funciones asistenciales que les competen por ley, para llevarse parte de la herencia, si es que ésta existe. Toda una muestra del sentido de la solidaridad de nuestros particulares peronistas rocieros. No es que en el resto de España la cosa esté mejor --las estadísticas cifran en 355.596 los dependientes en lista de espera--, pero no me negarán que hay que tener mucha fe en uno mismo para celebrar con banderitas cómo los demás esperan (durante seis años de media) a un Godot que no llegará nunca. Obviamente, este problema no forma parte de la agenda política oficial, marcada por los personalismos fatuos. Constatar la estafa en la que se ha convertido el Estado del Bienestar, que nunca ha sido tal, no parece políticamente pertinente. Nunca será un tema trendy. Y, faltaría más, tampoco debe empañar la estampa de nuestros políticos cuando declaman, solos ante el espejo, el verso de Whitman: I celebrate myself and I sing my self.