Fernando Savater, uno de los indiscutibles sabios de este país, acostumbra a decir que una de las características del desastre español, ese fantasma que creíamos muerto y enterrado, pero que cada cierto tiempo resucita para desmentirnos, es que cada gobierno que alcanza el poder cambia, sin dudarlo un punto, la ley de educación implantada por su inmediato antecesor. Da lo mismo si la pragmática –usamos aquí el noble término cervantino– es buena o mala, bienintencionada o sencillamente estéril. No importa: se altera porque se trata de una ley ajena, hecha por otros, incurriendo en lo que podemos calificar como una reforma sectaria

El fenómeno, constante desde la reinstauración de la democracia, acaso ilustre sobre la extrañísima devoción que sienten los políticos españoles por el adoctrinamiento escolar. Al contrario de lo que sucede en otros países europeos, donde las columnas vertebrales de la organización social no se tambalean según quien mande, en el nuestro no hay prócer que no aspire a convertir en ideología la educación, convirtiendo los colegios en sus madrasas. “Desde el final de la dictadura”, dice el filósofo vasco, “en España ningún alumno logra completar su etapa educativa sin que no haya cambiado la ley en vigor”. No deberían extrañar nuestros índices de fracaso escolar: la escuela española, más que educar, predica un evangelio variable. Sobre todo desde que el Estado cedió la educación a las autonomías

Contagiadas en mayor o menor grado por la emulación de los principios nacionalistas, que lastran la modernización de España desde el siglo XIX, cada región impone en sus aulas una visión particular de la historia, la cultura y el mundo que, en vez de ser general –léase cosmopolita–, insiste en una mirada aldeana que enaltece lo inmediato e ignora lo universal. La nueva legislatura, condicionada por la alianza del gobierno de Sánchez e Iglesias con los nacionalistas, no iba a ser una excepción: la ley Celáa, recién acordada entre el PSOE, Unidas Podemos y ERC, elimina la condición de lengua vehicular –más correcto sería decir instrumental– del español, la lengua común, en favor de la ingeniería social de la inmersión lingüística, practicada con distintas intensidades en Euskadi, Valencia, Baleares Galicia o Cataluña. 

No se trata aquí de defender o proteger lenguas minoritarias –que lo son por un hecho objetivo: el escaso número de hablantes–, sino de arrinconar al español dentro de España. Un proceso demencial de empobrecimiento cultural, impulsado únicamente por interés político, que comienza con la exigencia del requisito lingüístico para trabajar en la correspondiente administración autonómica, continúa con la prohibición de rotular comercios en castellano y culmina, en un hecho sin precedentes, en la fórmula transnacional que impedirá –de nuevo– a cualquier familia que sus hijos puedan escolarizarse en la lengua de Quevedo o Góngora

En lugar de permitir a cada uno la libertad para elegir una u otra lengua en los territorios bilingües, que es lo razonable, los nacionalistas obtienen del gobierno en minoría el aval legislativo para marginar el español en los colegios de buena parte del país. Las leyes, asombrosamente, se utilizan en este caso para restringir oportunidades profesionales, en lugar de ensancharlas, y en favor de unas identidades ficcionales que, lejos de enriquecernos, nos limitan. Resulta cínico decir que el español no está en peligro en Cataluña o que convive con el catalán en estrictos términos de igualdad. Si fuera cierto, no debería existir miedo –o directamente pánico– a que cada cual eligiera el idioma en el que desea ser escolarizado.

La imposición denota el carácter espurio de la decisión: a cambio de aprobar los presupuestos del Estado, y otorgar unos meses más de oxígeno a la coalición entre socialistas y podemitas, ambos (junto a los independentistas) lesionan el derecho de miles de ciudadanos a aprender  en español, que no va a dejar de existir aunque la correspondiente tribu acuerde lo contrario. La lengua es el territorio de la libertad, pero la España oficial, que tiene la suerte de hablar segundo idioma global, prefiere renunciar a este patrimonio en favor de lenguas regionales. Los tribunales se han manifestado en este litigio en favor del equilibro entre las lenguas en conflicto. Pero los políticos, que son quienes legislan, burlan una y otra vez sus sentencias y la Constitución, sin que tal actitud tenga consecuencias. Parecemos un Estado de deshecho.

Ninguna autonomía nacionalista va a incentivar el uso del español –más bien, al contrario– porque sus respectivos proyectos políticos pretenden limitar su expansión con la coartada de favorecer su lengua propia. Un dislate. Basta ver cómo se expresan o escriben en castellano muchas de las generaciones educadas con la inmersión. El gobierno no busca el equilibro ni la cohabitación. Promueve la segregación lingüística. Conviene dejarlo claro para entender ante qué estamos: un ejecutivo capaz de negar que la tierra es redonda si así perdura en el poder. Aunque el precio a pagar sea tratar a Cervantes, padre de la lengua que hablan 577 millones de personas, como un extranjero en su propia patria.

 

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