Las obsesiones de nuestros nacionalistas están empezando a dejar de ser patéticas para convertirse casi en entrañables. El sueño de una Cataluña monolingüe en la que el español desaparezca de la vida pública y sea considerado un idioma extranjero es una de las más cansinas, sobre todo para los que la consideramos una quimera a la altura de la independencia del terruño o la castidad de Eduard Pujol. Pero ellos, los indepes, nunca se cansan de sus cosas y la represión del castellano nunca les parece lo suficientemente contundente. Por eso se sacaron de la manga en su momento la inmersión lingüística y ahora intentan, con la complicidad de la izquierda tonta de Podemos y del trepa cortoplacista que tenemos de presidente, proceder al enésimo blindaje de la sagrada lengua vernácula. Igual lo consiguen, aunque la Eurocámara pueda ponerse desagradable con ellos un día de éstos a cuenta de la inmersión de marras, pero será únicamente sobre el papel: la realidad, contra la que poco pueden hacer nuestros mandamases, señala tozudamente que con el castellano no hay quien pueda. De la misma manera que nuestros políticos se pasan las leyes lingüísticas por el forro, la población hace lo propio con sus inmersiones, sus blindajes y su impotente intolerancia y sigue expresándose en el idioma que le sale de las narices. Lo mismo que sucedió durante la postguerra, cuando la gente pasaba olímpicamente de los cartelitos del régimen que urgían a ser español y hablar el idioma del imperio y seguía hablando en catalán con amigos y familiares. La Cataluña monolingüe en español era tan imposible como la Cataluña monolingüe en catalán, pero parece que eso no les entra en la cabeza a nuestros políticos del lacito amarillo, que vuelven de nuevo con su manía de abuelo senil aprovechando que la izquierda española se ha llenado de imbéciles --a veces creo oír el ruido que hacen al removerse en sus tumbas Jorge Semprún y Jordi Solé Tura-- y que el presidente del gobierno solo piensa en su sillón y le importa un rábano lo que pueda ser de este bendito país cuando él ya no lo ocupe.

Nuestros brillantes líderes no han escogido el mejor momento para seguir dando la brasa con uno de sus greatest hits. La marginación del español en Cataluña ha llegado al parlamento europeo y, hasta en el caso de que Sánchez firme lo que le pongan por delante con tal de sacar adelante los presupuestos y seguir en el candelabro (que diría la inolvidable Sofía Mazagatos), Ciudadanos, el PP y Vox se lanzarán a la yugular del PSOE entre el aplauso de sus respectivas parroquias. No sé si Sánchez es consciente de que está tensando mucho la cuerda --el presidente de un país se aviene a que el idioma oficial de ese país desaparezca voluntariamente en una parte del territorio nacional: supérenme eso--, pero igual lo acaba descubriendo de una manera muy poco favorable para él en las próximas elecciones.

Pongámonos en lo peor. Los lazis se salen con la suya y el castellano acaba prácticamente expulsado de la enseñanza en Cataluña. A la hora de la verdad, solo habrán conseguido el triunfo de una simulación: la engañifa durará lo que duren las clases, si es que no se interrumpe además a la hora del patio, como sucede ya con esa fantástica inmersión de la que tan orgullosos están los nacionalistas, aunque en la práctica sea de una eficacia más bien dudosa. Si tuvieran en la cabeza algo que no fuera serrín patriótico, nuestros lazis se darían cuenta de que la batalla del monolingüismo la tienen tan perdida como el general Franco en su primera época. Pero ellos son como son y no hay nada que hacer: seguro que ya tienen preparadas las vestiduras que hay que rasgarse si les cae una colleja lingüística desde Europa, pues a la hora de hacerse la víctima, esa pandilla de pacientes pasivo-agresivos es insuperable.

 

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