Existe la teoría, que en los periódicos de antes tenía el nombre de serpiente de verano, de que la llegada de Sánchez a la Moncloa en una de esas extrañas carambolas del destino, paradójicamente profetizada en su momento por Pablo Iglesias, está sirviendo para rebajar la tensión en Cataluña tras el fracasado prusés independentista. Como argumento de un relato cómico, la tesis no tiene precio; más remoto es que refleje la realidad. Esto es: que sea verosímil. Va de suyo que el Ejecutivo del hombre de la mochila, convertido ahora en el macho alfa de las gafas de sol en vuelo ejecutivo, alimenta dicho argumentario para presentar como cierto lo que sólo es vaga esperanza. 

La táctica, a tenor de algunas encuestas, no le está saliendo mal, aunque sospechamos que tal opinión no es más que un espejismo pasajero relacionado con el sopor que provoca el tema catalán en España; en Cataluña es una pesadilla perpetua. En lo esencial, Sánchez hasta ahora sólo ha hecho teatro. Exactamente igual que los soberanistas. A pesar de que los asesores llaman a este sainete operación diálogo, los hechos indican que se trata de una operación ceguera. Un vodevil incluso con deliciosos momentos rosas, como cuando los analistas interpretan los gestos --curioso concepto político-- de ambas partes, intentando medir a partir de estas señales artificiales la verdadera temperatura de la sopa, cuando el almuerzo ni siquiera ha comenzado.

Torra, el vicario de Napoleoncito, fue a la Moncloa. Las promesas de Sánchez de que nunca se reuniría con xenófobos han sido tan duraderas como las que tienen que ver con la amnistía fiscal. Hemos leído líricas evocaciones sobre el paseo a la machadiana fuente de Guiomar, pero, igual que en el soneto con estrambote de Cervantes, la excursión se terminó y no hubo nada. El presidente accidental vende que el diálogo con la Generalitat dará sus frutos dentro del marco autonómico --la famosa comisión bilateral y los otros foros donde hablarán de dinero--. Torra y Cía, sin embargo, continúan con la autodeterminación y tratando de convertir en (falsos) mártires a sus presos, que son (presuntamente) delincuentes evidentes. 

En los últimos tiempos la causa indepe ha recibido hasta el inestimable apoyo de los jueces alemanes, que entienden que en una secesión debe derramarse sangre, como si no bastase con desobedecer la ley. Los desaires a la Corona, que con independencia de la opinión que merezca su titular, legalmente representa a la jefatura del Estado, prosiguen. Tampoco ha cesado el hostigamiento contra el constitucionalismo en Cataluña, consumado por las famosas manadillas amarillas. Y el culmen: este sábado el agitprop oficial sacaba a sus huestes a la calle para ajusticiar --retóricamente-- al juez Llarena y exigir la liberación --by the face-- de los encarcelados por jugar a la ruleta rusa con el dinero de todos. Algo han conseguido: los presos (comunes) ya están bajo la custodia de la Generalitat, una decisión que sólo ha logrado envalentonar al generalato del soberanismo. Los huidos siguen fugados de la justicia. Todo continúa igual. Esto es: peor. La teoría de la distensión no parece sostenerse. Es puro humo. 

La última concentración, liderada por los presidentes de la Generalitat y el Parlament, acabó en la antigua cárcel Modelo, rebautizada por los gudaris catalanufos como su Bastilla. Eligieron un símbolo de la represión del franquismo para identificar --de nuevo-- a la democracia española con la dictadura y exigir --el verbo no es inocente-- una amnistía para quienes han llevado a Cataluña a las puertas del enfrentamiento civil. Nada nuevo bajo el sol: el pujolismo ya confundió hace décadas el país como su predio particular. Es evidente que el pulso prosigue aunque en Moncloa y alrededores prefieran hacerse los suecos que no son. Básicamente porque si aceptasen la realidad tendrían que dejar la recién ocupada poltrona, a la que han llegado, entre otros, gracias a los votos de 17 diputados secesionistas. Es mejor fingirse tuerto y después pasar por ciego antes de admitir la evidencia, aunque el precio sea la dignidad, ese estorbo para hacer política. 

Subestimar al enemigo --se trata de una guerra de legitimidades-- no es serenar un conflicto. Es el primer paso para perder en las negociaciones. Si se fijan, no es muy diferente a lo que nos tenía acostumbrados el registrador Rajoy: no ver nada, sentir aún menos. El buenismo de los socialistas con los nacionalistas ha sido históricamente el principal alimento del soberanismo. Y no les ha ido mal. Conviene no engañarse. En la película de terror de Cataluña no hay normalización. Simplemente estamos en una pausa obligada para los anuncios (electorales).