El Gobierno y la Generalitat salieron en tromba esta semana para poner como un perejil a Juan Manuel Moreno, presidente de la Junta de Andalucía, por su anuncio de que suprimirá de un plumazo el impuesto de patrimonio.

Pere Aragonès aprovechó la ocasión para pregonar urbi et orbi que no abriga ninguna intención de eliminar tan inicuo gravamen. Es más, aún soltó esta perla: “Solo cuando Cataluña gestione y recaude todos los impuestos, y sea un Estado independiente, la política redistributiva se podrá hacer en toda su amplitud”.

Es decir, en román paladino, que el Govern seguirá sangrando vilmente a los ciudadanos. Y mantendrá la presión fiscal exacerbada que viene practicando, hasta que se alcance la ansiada secesión.

Según los procesistas, una Cataluña independiente significa que los perros se atarán con longanizas y que todo bicho viviente nadará en una abundancia exuberante. Vamos, que esto será algo parecido al reino de Jauja.

La eliminación de patrimonio en Andalucía sigue a otra realizada en 2019 por el mismo Moreno. En aquella oportunidad, derogó sin miramientos sucesiones, otra gabela no menos sangrante que la anterior, también conocida como el impuesto de la muerte, que traía de coronilla a las capas más humildes de la población.

Los aspavientos de Aragonès por la rebaja de su homólogo sureño suenan a excusas de mal pagador. A los catalanes les importa un comino lo que otros territorios hispanos hagan con sus tasas. Lo único que les preocupa son los tributos que les conciernen. Y los de patrimonio, sucesiones, donaciones, IRPF, actos jurídicos documentados y algunos más que soportan desde hace largo tiempo, figuran entre los más onerosos de España.

La Constitución faculta a las comunidades autónomas para modificar su fiscalidad al alza o a la baja. Los gobernantes vernáculos han decidido que lo más idóneo para sus súbditos consiste en exprimirlos como limones. Por ello, los políticos con mando en plaza aseguran que el presente infierno fiscal perdurará hasta que nuestros páramos alcancen la plenitud de un Estado.

Mientras el pueblo aguarda el advenimiento de esa Ítaca celestial, la Generalitat ya se ha sacado de la manga 19 gabelas de cuño propio. Es, con ventaja, la Administración regional que mayor número de mordidas carga a sus habitantes. Cuatro de ellas las tumbó el Tribunal Constitucional.

Por cierto, que Aragonès expelió sus propósitos contra la abolición de patrimonio en Nueva York, a donde se trasladó esta semana con su séquito oficial y todos los gastos pagados por los contribuyentes. Su viaje era de suma trascendencia para Cataluña. El republicano iba a asistir nada más y nada menos que a un encuentro sobre el cambio climático mundial.

En la gran urbe de los rascacielos el president pudo comprobar en primera persona el nulo relieve de la Generalitat en el ámbito internacional.

Ni un solo político descollante de Nueva York encontró un hueco en su agenda para departir con Aragonès. Las reuniones de este se limitaron a personajes de tercera y cuarta fila.

Eso sí, Aragonès aprovechó su estancia en América para comunicarnos la feliz noticia de que planea montar otros dos chiringuitos. Éramos pocos y parió la abuela.

Uno se denomina pomposamente “Asamblea Ciudadana por el Clima”. Nadie sabe para qué sirve, salvo para enchufar a unos cuantos paniaguados que ejerzan de propagandistas del régimen.

El otro chanchullo es todavía más estupefaciente. Aragonès proyecta montar una empresa pública de energía. Sigue así la estela de Ada Colau, que en su día lanzó la eléctrica municipal de Barcelona. El “éxito” de la iniciativa colauista es de tal calibre que el engendro carece por completo de clientes, por el potísimo motivo de que sus tarifas son más gravosas que las de las compañías privadas.

Colau desembuchó su iniciativa con el sobado pretexto de brindar electricidad a precio módico a los abonados más pobres de la Ciudad Condal y neutralizar así la supuesta rapacidad de los tradicionales suministradores. La cruda realidad evidencia que ha resultado exactamente al revés de lo prometido por la alcaldesa. Y mientras tanto, el conjunto los barceloneses continuará sufragando a escote el invento de doña Ada.

Así pues, la maquinaria represora del Govern esquilma a la feligresía con una dureza nunca vista. En consecuencia, aterra imaginar los desmanes que perpetraría si, llegada la hora de una hipotética independencia, dispusiera de facultades omnímodas para atornillar todavía más las clavijas tributarias.

Otro gallo nos cantaría, si en vez de batir todos los récords habidos y por haber en voracidad recaudatoria, aplicara a la parroquia un trato menos leonino y más similar al de las restantes comunidades patrias.

Por el contrario, lo único que se les ocurre es hacerse las víctimas de la opresión centralista y despotricar contra tirios y troyanos sin ton ni son.