El consenso es una figura política en desuso desde hace años en Cataluña y de súbito ha reaparecido para ratificar o aplazar la convocatoria electoral fijada para el 14 de febrero. Extraña que un gobierno tan celoso de sus competencias (y esta lo es) se preste a decidir lo que digan las fuerzas parlamentarias, la mayoría de las cuales han sido ninguneadas sistemáticamente por el gobierno del Xangri-La independentista. La asociación de política y salud es altamente inflamable, especialmente cuando hay que dar prioridad a un derecho o al otro, tanto que incluso quienes se han especializado en los fuegos artificiales como sucedáneo de la gobernación tiene miedo a decidir. La decisión va a ser polémica sea cual sea el sentido de la misma y podría acabar en los tribunales si el desacuerdo se impone y se aplazan unos comicios sin amparo legislativo preciso para modificar la convocatoria. La voluntad de consenso pues, no es una rectificación de la práctica de la unilateralidad sino una prevención para evitarse males mayores.

El 29 de enero se cumplirá un año del solemne anuncio del final de la legislatura por parte del entonces presidente Quim Torra. El gobierno y la mayoría parlamentaria eran ya en aquel momento un festival de infidelidades, insostenible incluso por el independentismo que suele soportar todo lo que sea necesario para mantenerse en el poder, aunque sea el denostado poder autonómico. El retraso entre la formalización de la ruptura interna del gobierno y la convocatoria de las elecciones fue notable.

La pandemia no se declaró hasta mediados de marzo, por aquellas fechas los comicios podían haberse celebrado o en el peor de los casos aplazados a julio como hicieron Galicia y el País Vasco por acuerdo de los partidos. Sin embargo a Torra no le vino en gana porque esperaba su inhabilitación para así poder salir por el arco de triunfo de la supuesta persecución política. El Tribunal Supremo demoró hasta finales de septiembre para ratificar la sentencia. En este año perdido, la exhibición de desgobierno y deslealtad ha sido contumaz.

En vigilia de la reunión para acordar qué hacer con las elecciones, todo apunta al aplazamiento, lo que implica prolongar la agonía de un gobierno sin crédito. De hecho, no hay lugar para el asombro. El mismo día de la firma del decreto de convocatoria, los epidemiólogos calculaban que a partir de mediados enero se produciría un repunte peligroso de los contagios por Covid, dada la muy previsible ineficacia de las prevenciones decretadas para pasar las fiestas navideñas, muy por debajo de la radicalidad aconsejada. Los expertos acertaron en su presagio y las elecciones peligran. Oh, sorpresa.

La sospecha de que una parte del gobierno catalán, la que está más pendiente de Waterloo que del Palau de la Generalitat, tenía puesta su esperanza en un retraso de los comicios trascendió sin mayor dificultad, sin ningún desmentido convincente de las presiones internas de ciertos departamentos para evitar medidas más estrictas apelando al coste económico y social de las mismas. JxCat quería ganar tiempo para preparar las elecciones y para dar oportunidad a ERC a sumar cuantos más errores mejor en la gestión de la pandemia. En sentido contrario, la parte republicana del gobierno proclamaba a diario su fe en la viabilidad de abrir las urnas el 14-F. Mientras tanto, los sondeos han certificado el efecto Illa y la posibilidad del triple empate que complicaría mucho la vida a ERC a la hora de reclamar la presidencia de no quedar primera, o al menos por delante de JxCat.

Los socialistas en fase de subida temen un aplazamiento y los republicanos en fase de desgaste, también, aunque estos se guardan de decirlo porque en última instancia quienes gestionan la pandemia y deben organizar los comicios son sus consejeros y porque tienen plena conciencia de que priorizar las elecciones en contra de la opinión de los epidemiólogos tendrá un alto coste político. A JxCat el aplazamiento les sigue viniendo bien para intentar consumar el sorpasso a los republicanos; en todo caso, si Pere Aragonés no obtiene el consenso de los partidos para apoyar su decisión le cargaran la responsabilidad a él, sea cual sea la decisión, para desgastarlo por una cosa o por la contraria. Los partidos que temen el desastre electoral, especialmente Ciudadanos y Comunes, no están para elecciones, apoyando su causa en la gravedad de la situación sanitaria.

El dilema no es sencillo. La coyuntura sanitaria es preocupante y las proyecciones todavía más; sin embargo, la política del gobierno es relativamente moderada. La escuela reabrió sus puertas tras las vacaciones escolares, se puede ir de compras (excepto en fin de semana), se puede acceder a los bares y restaurantes aunque con horarios ciertamente arbitrarios y para febrero las estaciones de esquí pretenden reanudar la temporada. Vista la crisis desde la perspectiva económica, es innegable que la debilidad del gobierno es un obstáculo, con el agravante de la provisionalidad de estar pendientes de una convocatoria electoral. Todo conduciría a la celebración de los comicios en la fecha fijada, como han pedido los empresarios y como pedían casi todos los partidos hace unas semanas antes de conocer el giro de las encuestas.

De todas maneras el miedo y la responsabilidad de provocar la cuarta oleada de contagios al movilizar cinco millones largos de electores en un solo día no debe ignorarse; de la misma manera que el derecho de los contagiados a poder votar debe respetarse con cuantas medidas de seguridad hagan falta. En Portugal están en las mismas y de momento no parece que vayan a modificar la fecha de los comicios. Plantearse un aplazamiento no es un despropósito, aunque lo lógico sería que de inclinarse por esta opción, la nueva fecha debería alejarse lo máximo, mucho más allá de mayo o junio, quizás para después del verano, para cuando el porcentaje de vacunación alcance cifras tranquilizadoras. Arriesgarse a una segunda modificación del calendario electoral de aquí a tres meses por mantenerse las condiciones sanitarias adversas por una eventual quinta ola rozaría el ridículo. Y si se llega a la conclusión de que retrasar el nuevo gobierno hasta finales de año es insostenible para el país, entonces habrá que asumir el riesgo del 14-F.