La irresponsabilidad de nuestras ridículas vanguardias políticas (¡Ay de quien ponga un espejo delante de su rostro!) acabará disolviendo el gran escaparate frente al mundo. Aquel día, John Hoffman, CEO del MWC y número uno de la patronal del sector de telefonía móvil, GSMA, dejará su bonhomía para llenar con el oro de Dubái los bolsillos de los fabricantes. De momento, Hoffman nos ofrece la garantía de continuidad, pero es aconsejable evitar el placer instantáneo de la zona de confort, ya que el "goce sin consciencia es la ruina del alma y del bolsillo" (Michel Onfray).

Las marcas llevan años aguantando la desmesura del chaparrón catalán, un mundo improvisado, sin formatear, una sociedad vencida por el riesgo en la que las normas compartidas se han convertido en amenazas. El procés es una ameba gigante, dotada de tentáculos retráctiles para evitar el contagio del mundo exterior. Y esta semana, la meseta tibetana de Torrent, Artadi y compañía nos ha maravillado por su afinidad a la libertad más que a la verdad. El plenario del jueves fue otra muestra de arte rupestre en el Parlament de los corrillos y los secretitos.

 

john hoffman

john hoffman

 

Antonio Baños carga su conciencia crítica contra la angelical neutralidad de la tecnología. Inquiere interrogativamente a una sociedad dormida: ¿Nos conviene decir que sí a cualquier precio a los señores del MWC? Sí señor, nos conviene. Esto no es París, Baños; no se haga usted el nouveau. Tenemos necesidad de atraer inversión digital para encarar de una vez el siglo XXI. Después de hacernos comulgar con ruedas de molino, los indepes nos ofrecen la duda existencial de su pequeño André Glucksmann. Pero si seguimos en Babia, el top 5 de la telefonía, Samsung, Apple, Huawei, OPPO y Vivo (seguidos a distancia por LG, Sony, HTCXiaomi) sabrá que una superficie viciada por la controversia política no es el mejor lugar para la formación de precios, que es justamente lo que hace una feria.

Dubái le ofrece al MWC la turgencia de sus rascacielos, el kitsch elevado a la enésima potencia y la viscosidad de sus playas inventadas; ah y no tiene casal català. En los emiratos llamados de la Tregua, que un día fueron protectorado británico, es posible todo. Se liberaron de la Commonwealth en 1971, justo dos años antes de reducir drásticamente las exportaciones de crudo por encargo de aquel Al Shabab, ministro del crudo a las órdenes de Faisal de Arabia Saudita. La del 73 fue la primera y la última crisis de abastecimiento estratégico a nivel planetario. Después llegaron las guerras; primero, en Chat El Arab, la confluencia de los ríos babilónicos, después en el Kuwait invadido por Sadam Husein y, pasado un tiempo, en Irak, delirio de Aznar, lazarillo en la mesa de Bush y Blair.

El gran consumo de móviles en el mundo se ordena por gamas en Europa, el último contenedor de las viejas clases sociales y sus capacidades adquisitivas. Sin embargo, la capitalización de los fabricantes depende del Nasdaq de NY; y de allí llegan los formatos actuales de la obsesión por los tulipanes o la burbuja de los Mares del Sur, en forma de pantalla. En la rabiosa modernidad de la aldea global, la riqueza que despertó en su día la Sea South Company les pertenece hoy a Samsung y Appel. Sus gestores anhelan la tranquilidad de la miseria limpia de los emiratos --Abu Dabi, Dubái, Sharjah, Ajmán o Ras Al-Khaimah entre otros--, países sin elecciones ni partidos políticos.

Quién es capaz de pensar en algo que no sea la ingravidez metido en los ascensores del Burj Khalifa, el edificio más alto del mundo, cuya atalaya mira de soslayo a la Eiffel. Allí, en uno de los empíreos podría instalarse el MWC, muy lejos del bullicio de la compacta Barcelona metropolitana, cargada de mar y de barrios fabriles donde se rinde pleitesía a Zona Franca, Billancourt, Figueruelas o Martorell, las cadenas de montaje que embridan al mundo.

Si no lo queremos aquí, el MWC será feliz en el Golfo. Cegados por el diletantismo de lo nuestro, los pensadores del procés se comportan como ángeles exterminadores cuando se les lleva la contraria

Nuestro siglo ha inventado otro tipo de miseria, la lejana, para reconstruir el drama que se esconde en la trastienda de París o Londres y también la que hay detrás de los centros de negocio de Dubái, llena de inmigrantes, refugiados, desposeídos, temporeros o precarios. El resumen de la lucha entre el capital y el trabajo se escribe y se consume lejos de los excluidos. De la misma manera que evita las zonas de combate en Siria, donde una imagen de France Press vale más que mil palabras, a la industria digital le basta con trasladar a su clientela imágenes simbólicas, máscaras, realidades filtradas, no fragmentos de denuncia, como los que se hacían en tiempos de René Char o George Orwell. Lo que pronto capturaremos con simples móviles da para elaborar bellos relatos urbanos sobre los coffee-shops o fast-foods, en tanto que espacios pobres, extensiones de las mismas aceras. Quién no tiene en su domicilio un auténtico muestrario cutre de las fotos de familia resultado de viajes.

El móvil ya ha ganado; su efecto es como el de la mundialización de la economía. Será la herramienta y el soporte de nuestra memoria. Si no lo queremos aquí, el MWC será feliz en el Golfo. Su elasticidad es parecida a la de las estrellas futbolísticas dignas del mejor postor, pero con una diferencia: el Mobile deja un pósito de tecnología y artes vendedoras que a nosotros no nos sobran. Cegados por el diletantismo de lo nuestro, los pensadores del procés se comportan como ángeles exterminadores cuando se les lleva la contraria. Ponen en duda incluso si nos convienen el impacto económico de los visitantes y los 13.000 empleos temporales que se formalizan en menos de una semana. Cuando afilan el sofisma, confunden el modelo con la sostenibilidad.

Hoffman conduce un negocio, no una síntesis. No le hace falta ni comparar cuál de los destinos que se le ofrecen le resultará mejor. Somos nosotros los que estaremos aquejados de estrabismo histórico, si lo soltamos. El día que Hoffman diga adiós no lo hará desde un pescante. Kao, Sony, Pioneer, Deutsche Bank o Sumitomo, tampoco se fueron en un flamear pañuelos. Pero ante tanta incultura económica, déjenme decir lo que Talleyrand le escribió a Bonaparte: "Quien no conoció el Antiguo Régimen no sabe lo que es la dulzura del vivir".