Sufrimos un evidente exceso de impactos informativos, imposibles de digerir por su cantidad ingente y renovación constante, pero indigestos también porque no sabemos si los componentes "alimenticios" que contienen son adecuados para mantener nuestra salud mental y seguir con la posibilidad de que una información veraz y bien equilibrada sea la base de nuestra configuración como ciudadanos libres. Tenemos serios problemas de obesidad comunicativa. Hubo un tiempo en que la información era un bien escaso al que accedíamos en cuentagotas, que teníamos que esforzarnos para acceder, que nos llegaba con retraso y estábamos dispuestos a pagar por ella. Ahora se nos viene encima sin ningún esfuerzo, es tan excesiva que no podemos separar el grano de la paja, nos llega incesantemente y de manera inmediata y encima nos la proporcionan gratuitamente. Nuestro sistema digestivo, se colapsa. Si el siglo XIX vio nacer el periodismo moderno y el XX reafirmó su poder social y su carácter masivo, en el siglo XXI estamos siendo arrastrados por un torrente de información, tropezando con rumores, palabrería, falsedades, conspiraciones y, de vez en cuando, algunas noticias. La información nos llega por multitud de canales y desbordadas las vías que solían contenerla, nos inunda. Nunca hemos tenido tanta y nunca hemos estado los humanos tan desorientados respecto a qué hacer con ella.

Además, desde que Apple con su iPhone unió en un mismo aparato la original función de comunicación (llamadas, SMS) con el entretenimiento (música, vídeo, juegos) y la información (internet, redes sociales), las barreras entre noticias, entretenimiento, publicidad, trabajo y relaciones sociales se han difuminado enormemente. La duda es si la confluencia deteriora el periodismo y su función, o mejor dicho, si la información pierde su seriedad, rigor y funcionalidad en medio de un ruido ambiental ensordecedor y que nos hace tender hacia la superficialidad y la diversión. Están mudando las formas de pensamiento y el uso y abuso de la comunicación tecnológica está disminuyendo la capacidad de concentración mental, nos dispersa, nos dificulta la atención en los procesos cognitivos relevantes, debilita el entendimiento y nos induce a un cierto relativismo moral.

Como se dio cuenta hace años Cass Sunstein, este cambio cuantitativo en la información recibida supone al mismo tiempo un cambio cualitativo, porque más que las verdades, las falsedades, las manipulaciones y las calumnias, ha multiplicado su capacidad de influir y también la aptitud para hacer daño a las reputaciones. Esto no sólo nos afecta a cada uno de nosotros individualmente, sino que de manera agregada esto afecta seriamente la calidad de la democracia. Hoy nos desconcierta recibir noticias contradictorias, con minutos de diferencia. La mayor confusión la provoca el hecho de que las verdades periodísticas nos llegan por el mismo medio que los rumores. Los ciudadanos que se enfrentan a la información necesitan unas habilidades discriminatorias para las que no han sido adiestrados. Si acogemos con igual desdén la información veraz y noticias falsas, y acabamos optando por no creer en nada, estaremos de hecho abonando la tierra para los propagadores de la mentira y los elaboradores de conspiraciones increíbles. Más que nunca, habría que reivindicar las características diferenciales de la profesión periodística, especialmente su estrecha relación con el servicio público y la democracia, que exigen una estrategia de captar la atención del público no por el mero hecho de atraer audiencia, sino con la intención de ayudar a la formación de una conciencia crítica de la ciudadanía. Esto planteado a estas alturas, parece una quimera revolucionaria. Se ha impuesto una práctica del periodismo al que sólo le interesa captar los clics a través de cebos tramposos o la expresión de opiniones, preferiblemente gritadas. Los hechos, si es que los hay, son incidentales.

Resulta muy válida la explicación del tecnólogo Clay Johnson sobre el consumo de mala y excesiva información: "Al igual que una alimentación deficiente da lugar a una variedad de enfermedades, la información deficiente origina nuevas formas de ignorancia, ignorancia que no proviene de la falta de información, sino de su consumo excesivo". Para llevar vidas sanas, tenemos que desplazar nuestros hábitos de consumo de información fuera del plano secundario pasivo que es el zapping, al primer plano de la selección consciente. Hay que descartar, seleccionar e ignorar mucha de la basura informativa que recibimos y tragamos con demasiada fruición. Las ideas, los razonamientos, requieren de espacio y tiempo, y sólo tienen significado en relación con otras ideas, y este significado no se alcanza con sólo echarle un vistazo. "Una riqueza de información crea una pobreza de atención", advirtió, ya en 1971, el Nobel de Economía, Herbert Simon.