Este año la falta de verdadero, auténtico entusiasmo de las autoridades en la convocatoria a la fiesta nacional es obvio y decepcionante. Es que algunos de los capos ni siquiera piensan ir. Está claro que están asustados. Y su cobardía es tal que ni siquiera se atreven a desconvocar. Con lo fácil que sería. Bastaría con decir: “Miren, dejémoslo estar por este año”.

Solo se puede esperar, para levantar la efeméride, algunas algaradas y quema de contenedores de basura por parte de la juventud más inquieta y antifascista.

Y sin embargo, esta iba a ser la Diada de despedida a los del 3%, que según las estadísticas perderán el poder en las próximas elecciones. Y era una buena ocasión de dar la bienvenida al partido fascista, que superando mil  dificultades y trampas a lo largo de tantos años, por fin va a desplazar a sus enemigos íntimos.

Cunde el desconsuelo. En primer lugar, en los bazares chinos con su comercio de banderitas, y en los bares y restaurantes de Barcelona, que en esta fecha solían hacer su agosto --desembarcaban en la ciudad medio millón o un millón de clientes de paso, que, cansados de emociones, y hambrientos a consecuencia de tan largas caminatas, entraban en los cafés, hacían cola ante los lavabos, y luego pedían tapas y bocadillos y menús y les arreglaban las finanzas de la rentrée.

Cierto es que muchos manifestantes, especialmente los padres de familia avisados, con prole más o menos numerosa pero siempre hambrienta, solían traerse la bandera puesta desde casa, y llevar bocatas y potitos para los nietecitos en la mochila.

Pero aún así, el negocio del 11-S, para el gremio de la restauración de Barcelona, era redondo.

¡Maldito coronavirus!

Decepcionante también para las familias participantes (y ellas son las que más nos preocupan, las que más nos hacen sufrir con su desilusión).

Por mor de la pandemia queda mustia la jornada familiar, intergeneracional, entrañable …  

…¿Te acuerdas? Era aquella incierta alegría de acercarnos los unos a los otros, todos “bona gent”, y sonreírnos, y saludarnos…  y sentir que somos muchos, todos unidos por una idea sencilla, simple, incluso si me apuras, simplona… ¡Pero eso no nos importaba porque sabíamos que teníamos la razón! Y que todos juntos constituimos una gran fuerza revolucionaria, de una revolución democrática, pacífica, moderada dentro de un orden, y en pantuflas...

Nos cruzábamos por la acera, nos mirábamos de reojo, vagamente nos sonreíamos con una mueca de complicidad, como hacían, décadas atrás, aquellos precursores nuestros de las manifestaciones contra el franquismo; pero, a diferencia de ellos, sin correr peligro.

El mundo también nos miraba:

–¡Cuántos son! --decía-- ¡Qué multitudes tan numerosas! Y todos vestidos con la misma camiseta.

Bien que no se decía con simpatía, sino más bien con una especie de despectiva repugnancia.

Esa armoniosa compañía del nieto y el abuelo, igualados en una protesta; ese ir del brazo la suegra y la nuera, y el niño… todos unidos, aparcadas las rencillas familiares… Esa convicción de estar haciendo historia… Ese abrir los telediarios de TV3%... Esa toma de una ciudad sin verter ni una sola gota de sangre. ¿De verdad tenemos que renunciar a eso? ¿Por la maldita pandemia? ¿Qué va a pasar hoy?

Muchos estaríamos dispuestos a  sacrificar la salud, pero hay que reconocer que el maldito virus es más numeroso y más democrático que nosotros; más eficiente, también. Y tiene más mala baba.

Yo me quedo en casa.

P.D. Última hora. La Generalitat propone que, en vez de asistir a peligrosas manifestaciones contagiosas, hoy a las 17 horas y cuarenta minutos, todos los buenos catalanes, allí donde nos encontremos, sea en la calle, la oficina, el taller, el despacho del abogado, la consulta del médico o el puticlub… demos tres saltitos sobre la baldosa en la que estemos en ese momento. A modo de protesta pacífica y democrática.

Es una manera como cualquier otra de decir “som i serem”. Quien disponga de ánimos puede también gritar: “Mirad, mirad, voy a poner un huevo”.