Todo lo que puede empeorar, empeora y la culpa la tiene la fuerza de la gravedad que nos aplasta el cerebro. Tomemos, por ejemplo, la política y su imparable degeneración. En Estados Unidos Richard Nixon fue un presidente tramposo y marrullero, aunque era un tipo preparado y astuto. También era un cínico implacable a quien le gustaba orquestar golpes de Estado en otros países, como en Chile. A Nixon le perdió su ambición desmesurada y una inseguridad congénita que tenía que ver con una infancia difícil en una familia humilde de agricultores cuáqueros y probablemente también con haber perdido frente a John F. Kennedy, más guapo y glamuroso que él. En las elecciones de 1972 no necesitaba mandar a sus esbirros a las oficinas del Partido Demócrata en el edificio Watergate para derrotar a su rival George McGovern, un hombre que estaba más a la izquierda que Bernie Sanders. Por esa trapisonda y por no poder evitar que Garganta Profunda y dos jóvenes periodistas tiraran de la manta, y que un gran periódico lo publicara, Nixon acabó siendo echado de la Casa Blanca, aunque dimitiera antes de pasar por el bochorno. ¡Qué momento aquel en el que le vimos subir al helicóptero presidencial y despedirse, y qué nostalgia recordar que entonces fue posible destituir al hombre más poderoso del mundo por haber abusado ilegalmente de su poder!

A Nixon le sucedió Gerald Ford, que ni siquiera había sido elegido vicepresidente, ya que el titular, Spiro Agnew, también había tenido que dimitir por un caso de sobornos. De Ford se decía que no podía caminar y mascar chicle a la vez. Pero años más tarde, cuando Ronald Reagan, un mediocre actor de Hollywood, llegó al poder, la figura de Nixon recuperó brillo. Era un estadista, decían. La aparente simpleza de Reagan hizo bueno a Nixon. Dos décadas después, cuando George W. Bush, un alcohólico rehabilitado, llegó a la presidencia, Reagan adquirió una nueva luz, la de un hombre pragmático y poco belicoso --sólo invadió la pequeña isla caribeña de Granada-- comparado con el tipo que invadió Irak y dejó al planeta patas arriba. Y como prueba definitiva de que todo puede empeorar, ahora, una década más tarde, George W. Bush aparece como gatito moderado frente al delirante perro rabioso de Donald Trump.

En España también funciona esta maldición. ¿Acaso no roza el delirio más sublime que el presidente de la Fundación Francisco Franco, un general de cuyo nombre no quiero acordarme, escriba una carta al Rey advirtiéndole de que la democracia está en peligro? Los insultos y descalificaciones de hoy día en el Congreso hacen que esbocemos una sonrisa al recordar que Alfonso Guerra --el más malo de la izquierda-- le dijo a Adolfo Suárez que era un tahúr del Mississippi. Manuel Fraga sería hoy un socialdemócrata y Santiago Carrillo no se creería que llamarle a alguien socialcomunista se ha convertido en un insulto. ¿Quién nos iba a decir que acabaríamos echando de menos a Mariano Rajoy cuando contemplamos a tipos como Pablo Casado, Santiago Abascal, Inés Arrimadas o la impagable Isabel Ayuso empuñando el timón del campo conservador?

Acabemos con la fuerza de la gravedad.