Desde la perspectiva española, la crisis del coronavirus Covid-19 ha tenido hasta el momento tres fases: su irrupción y extensión en China, su llegada masiva a Italia y la declaración del estado de alarma en nuestro país. En cada una de ellas, las consecuencias sobre el PIB han sido diferentes y cada vez más negativas.

En la primera, el impacto estimado era únicamente de unas décimas. Así lo creía la agencia de rating Standard’s & Poor’s, quién en su último informe indicó que en 2020 creceríamos un 1,3%, en lugar del 1,7% inicialmente previsto. Las repercusiones tendrían un carácter más indirecto que directo, pues nuestro país tiene una gran dependencia de la economía europea, pero relativamente escasa de la mundial.

El sector más afectado sería la industria, pues importamos un gran número de productos intermedios del país asiático. Entre las más perjudicadas estarían la electrónica, informática, farmacéutica y automovilística, aunque el mayor volumen de importaciones es de manufacturas textiles.

En la segunda, la repercusión aumentaba notablemente. Las razones serían tres: la enfermedad afectaba a uno de los países con los que tenemos una mayor relación económica, las principales Bolsas mundiales empezaban a caer en picado y el miedo a su extensión en España provocaba cambios en los patrones tradicionales de gasto de familias y empresas.

El primer motivo proviene de que el país transalpino es el tercer destino de nuestras exportaciones de bienes (el 8% en 2019) y el cuarto que más turistas nos aporta (un 3,5%). Además, es una de las naciones preferentes donde se instalan nuestras empresas cuando quieren invertir en el extranjero y, viceversa.

El segundo supuso que los inversores tomaran conciencia de que la enfermedad ya no era un problema regional, sino que tenía alcance mundial. Paradójicamente, el índice bursátil S&P 500 alcanzó su máximo histórico el 19 de febrero (3.386,15 puntos), una fecha en la que la afección ya estaba extendida por todas las provincias chinas.

En la nueva coyuntura, un elevado número de inversores ha optado por reducir riesgos, recoger plusvalías, vender acciones, bonos de los países con mayor riesgo y de las compañías con peor rating. Esta última actuación puede aumentar considerablemente los tipos de interés a sufragar por empresas con algunos problemas de solvencia y, si no disponen de líneas de crédito preferenciales y ayudas gubernamentales, llevarlas a la quiebra.

También puede conllevar la desaparición de numerosas start-up, la mayoría de carácter tecnológico, al serles imposibles conseguir financiación. Todo lo contrario de lo que sucedía hace unos pocos meses. Durante el pasado año, los inversores valoraron más la expectativa de rentabilidad proporcionada que el riesgo incurrido y muchas compañías pudieron fácilmente conseguir el capital requerido. Ahora, ponderan más el segundo factor que el primero.

El tercer problema repercutió especialmente sobre dos sectores: turismo y transporte. El primero es el que más pesa en el PIB y el segundo, junto con la logística, uno de los cinco que más lo hace. Además, aumentó la prudencia de familias y empresas. Los hogares disminuyeron un poco la compra de bienes duraderos (viviendas, electrodomésticos, mobiliario, etc.) y las compañías aplazaron o descartaron algunas de las inversiones previstas.

La declaración del estado de alarma ha supuesto la paralización de una gran parte del país. Los efectos sobre la oferta de bienes han sido considerables y se han trasladado a la demanda. Su disminución provocará un elevado aumento del paro, la pérdida de una gran parte de los ingresos habituales de muchos autónomos y la desaparición de algunas pymes.

Debido a las anteriores razones, España entrará en recesión. En el 1º trimestre, el PIB caerá y lo seguirá haciendo en el segundo, pues muy probablemente la suspensión de numerosas actividades económicas supere los 15 días inicialmente previstos. Además, el regreso a los niveles del PIB del 4º trimestre de 2019 muy probablemente será lento, si no se toman medidas urgentes y valientes por parte de la Administración (véase el artículo de las respuestas económicas a los problemas del nuevo coronavirus)

El cierre temporal de numerosas empresas, unido a una operatividad al ralentí de otras, provocará una gran reducción del gasto de las compañías. La restricción de los movimientos de la población, la pérdida temporal o definitiva del empleo actual de muchas personas y el miedo al futuro hará que las familias también disminuyan significativamente el suyo.

La disminución de la demanda del sector privado invertirá la tendencia habitual de los precios. En lugar de aumentar, se reducirán. Una caída a la que contribuiría una gran bajada de los de las materias primas, especialmente el petróleo y sus derivados. Una disminución provocada por la reducción de las compras a nivel mundial y las discrepancias sobre el volumen adecuado de la oferta entre Rusia y Arabia Saudita. En el mes de abril, como muy tarde, la tasa de inflación ya será negativa. 

En resumen, el nuevo coronavirus va a provocar que nuestro país padezca recesión y deflación. Una de las peores coyunturas económicas que existen. No obstante, desde la década de los 30 del pasado siglo, los economistas tenemos una magnífica medicina para salir con éxito de ella. Implica tipos de interés negativos, una gran disponibilidad de liquidez para familias y empresas y un elevado gasto de la Administración (un nuevo New Deal).

Para llevar dicho plan a la práctica, mi preocupación no está en los políticos españoles, sino principalmente en los alemanes. En 2010, nos obligaron a practicar la austeridad en el gasto público y prolongaron artificialmente durante tres años el período de crisis. Espero y deseo que hayan aprendido la lección. Entre otros aspectos, porque en la actualidad Alemania no está mejor que España, ya que la coyuntura actual es muy diferente de la que existía una década atrás.