En lugar de hablar de lo que nos convendría, de agenda social en una sociedad aplastada por las desigualdades o de cambio climático en una realidad próxima a la emergencia, en esta bendita tierra catalana se habla mucho de lo intrascendente o de lo que no existe.

Nuestra primera autoridad (a nuestro pesar) lleva un incesante y alocado parloteo sobre la autodeterminación, en lugar de ocuparse de las “minucias” que competen a su cargo, como las listas de espera hospitalarias o  los desordenes “patrióticos” que no cesan en calles, plazas y carreteras de Cataluña.

Todo el procés ha sido una acumulación seriada de cuentos narrados por sucesivos cuentistas de Hamelin (Mas, Junqueras, Puigdemont, Torra). El de la autodeterminación es el cuento que más aguanta en cartelera y el que más ilusiona. Resulta conmovedor oír a los creyentes de base proclamar su fe en la autodeterminación, exhibiéndola en pancartas y cánticos: “La autodeterminación es un derecho, no un delito”.  Como siempre, esa maldita e insana tergiversación.

Claro que no es un delito su ejercicio por parte de aquellas poblaciones que, por las condiciones a las que se hallan sometidas, tienen reconocido el derecho a la autodeterminación. Separarse unilateralmente de un Estado solo es aceptado por el Derecho Internacional en los casos de dominación colonial, de ocupación extranjera o de opresión objetiva. En 2019 aún existen 17 territorios no autónomos por descolonizar, según el Comité Especial de Descolonización de las Naciones Unidas, entre ellos no figura, por supuesto, Cataluña.

Ni podría figurar una comunidad, cuyas instituciones poseen amplísimas competencias en materias tan sensibles en el terreno de las libertades como cultura, derecho civil, educación, emergencias y protección civil, lengua, organización territorial, sanidad, seguridad pública, sistema penitenciario, universidades, etc; que dispone de un presupuesto de miles de millones, que tiene una administración de miles de funcionarios y una policía integral de miles de efectivos, que forma parte de un Estado reconocidamente democrático.

Tan dados como son a escribir a cancillerías y comités internacionales no se han atrevido --de momento-- a dirigirse al Comité de Descolonización para “pedir” que incluya a Cataluña en su lista, debe ser el último resto de sentimiento del ridículo que les queda.

En estas condiciones y en este contexto resulta infantil la alegación de una pretendida opresión y de una “ocupación extranjera”. En una conversación entre adultos intelectualmente honestos el tema de la autodeterminación daría todo lo más para un par de minutos, tiempo suficiente para constatar que en la Cataluña autonómica y privilegiada invocar el derecho a la autodeterminación es una pura aberración.

¿Pueden alegar algo real los promotores de la autodeterminación? Sí, lo que también pueden denunciar otros: el malestar de amplias capas de la población. El mismo malestar que embarga a la población de otras comunidades de España o de países de nuestro entorno por las crisis económicas, los cambios culturales y tecnológicos, incomprendidos y de difícil asimilación, por la incertidumbre e inseguridad que todo ello conlleva. Deducir de ese malestar --del que las instituciones de la Generalitat son en parte responsables por su mal gobierno--  que se tiene derecho a la autodeterminación media un abismo.

A cada facción del independentismo la autodeterminación le sirve para tapar alguna vergüenza propia y a todas para vivir políticamente del cuento. Pero la autodeterminación no es un cuento navideño de paz y solidaridad, sino un engaño perverso, cargado de enfrentamiento y de insolidaridad.