El 11 de septiembre de 1973, el palacio de La Moneda en Chile ardió bajo una lluvia de bombas y en unas horas desapareció una de las democracias más antiguas y consolidadas de Latinoamérica. Así es como solemos pensar que mueren las democracias, con un golpe de Estado, mediante las armas y la violencia. Sin embargo, existen otras formas menos visibles, pero igual de efectivas, que son las que abordan Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su libro Cómo mueren las democracias, traducido recientemente al español.

¿Cuáles son las señales de advertencia, los indicadores de que una democracia está siendo socavada? Según sus autores, uno de los primeros síntomas se produce cuando un gobierno democráticamente elegido comienza a rechazar las reglas democráticas del juego y niega legitimidad a sus oponentes políticos aduciendo representar “la voz del pueblo”.

¿Qué es el pueblo? Nunca se define con claridad. En la práctica se traduce en los míos, los que piensan como yo, mientras los adversarios políticos son acusados de “antipatrióticos” y se les niega legitimidad. En muchos casos se apoya o se tolera de manera tácita su linchamiento o incluso se justifica la violencia ejercida sobre ellos.

Levitsky y Ziblatt recuerdan que estos indicadores, así como rechazar la Constitución, expresar su voluntad de no acatarla y pasar por alto los derechos de las minorías parlamentarias o sociales, es lo que han hecho Donald Trump en los Estados Unidos o Viktor Orbán en Hungría. Repasan ejemplos del pasado, como la Argentina de Juan Domingo Perón, y otros recientes, como la Rusia de Vladimir Putin o el Perú de Alberto Fujimori.

Los casos de Cataluña y España no se analizan pero es difícil no reconocer muchos de los síntomas descritos.

En los últimos años los dirigentes catalanes han intentado derogar no sólo la Constitución sino también el Estatuto de Autonomía, las reglas de autogobierno diseñadas por la propia ciudadanía de Cataluña. Hemos vivido el intento de deshumanización del adversario político desde la tribuna del Parlament. La deslegitimación sistemática de las formaciones que no apoyan las tesis partidarias de la independencia así como el intento de crear instituciones paralelas que sólo representan a una parte de la ciudadanía. Incluso, en algunos casos, hemos visto la justificación de linchamientos y ataques, algo que, por cierto, Donald Trump también ha hecho. Todo esto arrogándose la representación “del pueblo” aunque los resultados electorales sean testarudos y revelen elección tras elección que Cataluña está dividida en un abanico de opciones muy diversas pero que en ningún caso reflejan que este supuesto pueblo sea mayoría.

España no está exenta tampoco de los síntomas. Vemos a dirigentes como Pablo Casado o Albert Rivera alentar la aplicación del 155 “de manera preventiva”, algo que ellos saben no es legalmente posible y que el gobierno de Mariano Rajoy no hizo. Y practicar formas de deslegitimación de los políticos independentistas, o de la forma en que asumió el gobierno socialista de Pedro Sánchez, que no son muy ajenas a las descritas por este libro.

Cataluña y España no están libres tampoco del intento de apoderarse del control de los árbitros que mantienen los equilibrios: el sistema judicial, la policía o los defensores del pueblo. Los actores que, según Levitsky y Ziblatt , pueden facilitar aplicar las normas de manera selectiva, castigando a los adversarios y protegiendo a los aliados. Buenos ejemplos de esto son los intentos de influir en los diferentes procesos judiciales pero también de politizar el cuerpo de Mossos d’Esquadra. O los informes del Síndic de Greuges posicionándose sistemáticamente con una parte de la población de Cataluña, la partidaria de la independencia.

¿Cuál es el desafío que representa esta situación? Con un golpe de Estado clásico, como el de Pinochet en Chile, la muerte de la democracia es inmediata y resulta evidente. El palacio presidencial arde en llamas, el presidente es asesinado y la Constitución se suspende. Por la vía electoral, en cambio, no sucede nada de esto. No hay tanques en las calles, la población sigue votando y muchas decisiones arbitrarias se venden como medidas para “mejorar” la democracia. La prensa independiente sigue publicándose, la oposición sigue ocupando escaños y para gran parte de la ciudadanía el desmantelamiento es imperceptible porque el control de los adversarios o de los medios de comunicación es paulatino y silencioso.

Una de las ironías de los múltiples casos que describen Levitsky y Ziblatt en su libro es que la defensa en sí de la democracia suele esgrimirse como pretexto para su subversión. Algo que hace difícil no recordar aquella manifestación por las calles de Barcelona con unas letras gigantescas que decían “democracia”.

Defender la democracia no es eso. Es aceptar las reglas y luchar por conseguir los objetivos políticos sin imponerse a los que piensan distinto. Las democracias exigen negociación, compromiso y concesiones. Los reveses son inevitables y las victorias siempre parciales. Los mecanismos de control y los equilibrios no son camisas de fuerza, es lo que garantiza los derechos de toda la ciudadanía.

La democracia funciona gracias a dos reglas fundamentales: la tolerancia y la contención institucional. Podemos discrepar pero tenemos que aceptar la legitimidad de nuestros adversarios políticos, la disposición colectiva a acordar no estar de acuerdo y a cambiar las reglas del juego por los procedimientos democráticos que la misma democracia ha establecido.