Mariano Rajoy nunca creyó que la oposición consiguiera ponerse de acuerdo para sacarlo de la Moncloa hasta que un mediodía el PNV le comunicó que no hacía falta que volviera al hemiciclo después de comer. El exceso de confianza no solamente le mandó a casa a él, también puede arrastrar a su partido a la derrota electoral. Animar a los grupos opositores a presentar una moción de censura, como hizo ayer Quim Torra para defenderse de la descualificación integral a su gobierno, tiene su riesgo; siempre puede haber una gota que colme el vaso. La carrera política de Rajoy se acabó con la sentencia por la corrupción de la trama Gürtel. Sin embargo, Torra exhibe mucha seguridad en su suerte.

De entrada, hay que descartar que su fe en que no se produzca una moción de censura pueda descansar en los apoyos públicos que pueda obtener la gestión de su gobierno, que no es ni buena ni mala, simplemente inexistente; tampoco su seguridad puede derivar de la solidez del pacto entre JxCat y ERC, porque sería demasiado ingenuo dada la infidelidad pública y manifiesta de los socios.

Torra puede especular con que la profunda división ideológica y nacional de los grupos de la oposición les impedirá alcanzar un acuerdo para ofrecer la presidencia de la Generalitat a la sustituta de Inés Arrimadas. Realmente es difícil imaginar que los comunes y el PSC asuman un gesto del calibre de investir un presidente o presidenta de Ciudadanos, pactando además con el PP y menos en plena campaña electoral. También cuesta visualizar que la CUP negara los votos a JxCat y ERC para evitar tal eventualidad, por muy distantes y decepcionados que los anticapitalistas puedan estar con Torra y su gobierno.

Un gobierno nacido de este milagrosa combinación de intereses coyunturales sería un galimatías diario que solamente podría sustentarse el tiempo imprescindible para convocar unas elecciones. En todo caso, es una hipótesis aritmética y, además, hay razones objetivas para dar por terminada esta etapa de desgobierno nunca visto. Esto no implica que vaya a producirse, ni tan solo que el conjunto de la oposición vaya a dar su voto a la moción del PSC en la que se pide a Torra que elija cómo quiere afrontar su futuro, planteando una cuestión de confianza o convocando elecciones.

La respuesta de Torra ya se conoce, ni una cosa ni otra: echadme si podéis o si os atrevéis, les avanzó ayer. El actual presidente de la Generalitat es muy consciente de cuál es su auténtica y única fuerza para hacer frente a todos, especialmente a los desengañados de su minoría parlamentaria y a los antiguos asociados de la CUP que hace días han dado por amortizada esta legislatura inútil. Su permanencia en el cargo depende estrictamente de su capacidad para mantener viva la anomalía institucional en la que se han instalado el Gobierno y el Parlament, a la salud del país y en nombre de los procesados por el Tribunal Supremo. Y en esto, no hay quien le gane.

Los presos son la garantía de la continuidad de la presidencia de Torra. Mientras los dirigentes independentistas sigan sentados en el banquillo de los acusados, la excepcionalidad atribuida a la denominada represión del Estado le blinda ante cualquier conato de rebelión interna de los propios, de los amigos antisistema y, muy probablemente también, de los comunes, cuya alma soberanista deplora los excesos del Estado para con los procesados. En esta lógica de sustento de la anormalidad como único objetivo político se entiende que gestionar los intereses de los catalanes es una forma de colaboracionismo con los señalados como opresores; tomar decisiones o aprobar leyes se asimila al propósito de los traidores de atenuar la tensión exigible para ser fieles a los procesados.

Torra dirige esta guerrilla contra la normalidad institucional siguiendo las instrucciones dictadas desde Waterloo. Desobediencias minimalistas como las mantenidas con los lazos amarillos y discursos encendidos de mañana y tarde ayudan a mantener viva la moral; pero en esta fase del combate, solo dispone de una bala de plata: la convocatoria de elecciones como respuesta a cualquier condena de los juzgados en el Tribunal Supremo, sea como consecuencia de una dimisión de Torra adornada con tintes épicos o por una convocatoria firmada por él mismo. Nadie en JxCat, ERC o la CUP, esté en el gobierno, en la cárcel o en Bruselas, quiere malgastar esta bala antes de tiempo, por eso el presidente está tan tranquilo en su desinterés por las cosas del buen gobierno; todos intuyen el valor electoral de la sentencia para poner punto final a la etapa en curso en las mejores condiciones posibles. Para la siguiente, ya se verá qué hacer y a quién elegir.