Por tsunami, que es una expresión importada de la lengua japonesa, se entiende un oleaje de extraordinaria envergadura que suele seguir a un maremoto y que desplaza una ingente cantidad de agua en condiciones de arrasar cuanto encuentra a su paso. Por lo tanto, y por una vez, la denominación se ajusta al propósito, y cabe concluir que el de los manifestantes exaltados cuando se conjuran bajo ese lamentable apelativo para acometer su protesta es el de la desolación y la ruina. Cataluña llora fuego desde hace ya varias noches: barricadas en las calles, piras que devoran el mobiliario urbano, automóviles calcinados, barbarie que sumerge al ciudadano --no importa si es independentista o no-- en el sobresalto y el desánimo, cuando no en el pánico. Y mientras esto sucede, ¿a qué se aplican los últimos responsables de esta brutalidad?: ¿A apaciguar los ánimos, tal vez?, ¿a dar apoyo a las fuerzas del orden, que intentan con dificultad contener los desórdenes? No. Se dedican a repetir con machacona insistencia que esta es una respuesta pacífica contra la sentencia del Tribunal Supremo a los dirigentes secesionistas y que se trata de la lógica desobediencia civil a una injusticia. Eso, cuando no ocupan su tiempo en porfiar entre ellos, para ver quién se apropia del pecio una vez consumado el naufragio.

Ya sabemos que la inmensa mayoría de los manifestantes --acólitos bienintencionados de una quimera que les ha sido imbuida machaconamente-- es gente pacífica, movida por la buena fe, ciudadanos convencidos de que todo irá mucho mejor si Cataluña se desgaja de España. Pero los hay también que, al socaire de esa salmodia de frases hechas y movidos por el odio y la anarquía, prenden la mecha de la insurrección y siembran el caos. Y cuando lo que procede es poner a esos energúmenos a disposición judicial con carácter de urgencia, algunos que se dicen políticos analizan la actuación de la policía al detalle y escrutan con precisión de entomólogo si sus defensas golpearon a los alborotadores unos centímetros por encima de lo que señalan las ordenanzas. Los agitadores se proclaman propietarios de las calles, el presidente los observa con ojos de abuelo complacido, la policía se siente huérfana de apoyo institucional, la primera edil de la prodigiosa ciudad hace mutis por el foro, los que se dicen defensores de la hipotética república promueven un paro generalizado para acabar de hundir en la miseria al país que tanto dicen amar..., y el común de los ciudadanos solo acierta a preguntarse dónde golpearán los embozados la próxima vez. Así está el panorama.

A partir de ahora, las cosas van a cambiar. Esa socorrida invocación al diálogo con la que algunos se han llenado la boca durante tanto tiempo va a resultar muy difícil de materializarse. Ha germinado la desconfianza entre los posibles interlocutores y el remedio puede acabar siendo peor, incluso, que la enfermedad. Duele pensar que un ciudadano de Castilla, o de Extremadura, o de Galicia, decida su voto en las próximas elecciones en función de cual es el partido que se aplicará con mayor rigor contra los catalanes. Del objeto de deseo en el que Cataluña se convirtió, no sin el esfuerzo de muchos, nuestras ciudades están siendo vistas ya con cierta prevención; solo hay que leer la prensa extranjera o consultar a los operadores turísticos al respecto. La economía empieza a dolerse y, a decir de los expertos, los indicadores reflejarán a corto plazo las graves consecuencias del desastre. En pocas palabras: nos hemos pegado un tiro en el pie.

No quiero pensar que haya quien se frote las manos creyendo que cuanto peor mejor, pero no me cuesta imaginar que alguien, observando el espectáculo desde algún lugar próximo o lejano, esté preguntando a sus colaboradores lo mismo que hace 74 años, en el Gran Cuartel General del Rastenburg, preguntó Hitler a sus lugartenientes, cuando los aliados estaban a punto de entrar en París: ¿Arde Barcelona?