Un segmento significativo de las clases dirigentes del Reino Unido (RU), fundamentalmente de las inglesas, nunca se sintió a gusto en la Comunidad Económica Europea (CEE) y aún menos cuando ésta pasó a ser la Unión Europea.  No han sido especialmente antieuropeos  --entre las elites conservadoras los eurófobos militantes son una minoría--, sólo han sido euroescépticos, distantes de ese “continente diferente y complicado”, y nostálgicos de la grandeza imperial británica. Hasta aquí pura ideología.

Pero su posicionamiento escéptico ha ayudado a crear un estado de opinión. Ha servido para blanquear la demagogia de la prensa amarilla que rezumó durante décadas un antieuropeismo burdo, pero eficaz; ha justificado indirectamente la singularidad de la “vía laborista”, temerosa de las regulaciones comunitarias, incluso de las socialmente avanzadas; ha tapado los beneficios de la PAC para las explotaciones agrícolas de los latifundistas torys; ha cubierto de aparente sensatez el privilegio del insolidario “cheque británico” de Margaret Thatcher.

El ingreso del Reino Unido en la CEE fue un serial que duró años. Los británicos se habían negado a participar en la concepción y constitución de la CEE, después de haber intentado boicotearla de distintas maneras. Y cuando la CEE resultó ser un éxito, solicitaron el ingreso. Francia les cerró la puerta en 1963 y en 1967. En una dura (y clarividente) conferencia de prensa el 14 de enero de 1963, el presidente Charles De Gaulle retrató la “perfidia” británica en relación con la Comunidad. Si el RU entraba, el proyecto europeo “perdería su cohesión”, sería otra cosa. Inglaterra –añadió De Gaulle- debía esperar hasta llevar a cabo transformaciones de sí misma que le permitiesen formar parte de la Comunidad, “sin restricciones, sin reservas, ni preferencias de ninguna clase”. Desaparecido De Gaulle, a la tercera solicitud de adhesión fue la vencida. El RU ingresó en la CEE el 1 de enero de 1973.

Como miembro de la CEE y de la Unión, el Reino Unido no ha protagonizado ningún impulso integrador; al contrario, ha frenado los que ha podido y sólo se ha distinguido por las prisas en la ampliación, pues a más ampliación menos cohesión. El RU no ha participado del euro, de la supresión del control de fronteras interiores, de los pactos de disciplina fiscal y de estabilidad, coordinación y gobernanza, entre otras autoexclusiones. En su honor hay que  decir que ha sido un cumplidor leal de las normas aceptadas.

La salida del RU de la UE, el Brexit, ha sido un sainete parlamentario y ha provocado una grave división política, social y territorial. En enero de 2013 el premier  conservador David Cameron anunció, a modo de reclamo electoral, que si ganaba las elecciones generales de 2015 convocaría un referéndum sobre la permanencia en la UE. Ganó las elecciones por mayoría absoluta y en 2016, después de una campaña electoral trufada de mentiras de los políticos brexiters, en la que destacó Boris Johnson como embustero mayor del reino, el referéndum dio la victoria a la salida con el 51,9%, 17,4 millones de votos, por un 48,1% a favor de la permanencia, 16,1millones.

Los argumentos “serios” de los brexiters  se han basado en futuribles de incierta realización: fuera de la UE --dicen-- se podrá controlar mejor la inmigración y se tendrá una mejor posición negociadora comercial y financiera, que redundará en un mayor crecimiento económico. De momento, según la agencia Blomberg, los tres años y medio de Brexit interruptus han costado al RU unos 170.000 millones de dólares y en 2020 el impacto inmediato de la salida podría costarle otros 91.000 millones y el crecimiento caer por debajo del 1%. Boris Johnson, ya como premier, pretende recuperar la “relación especial” con EE.UU, que ya no será como metrópoli, ni de igual a igual, sino como sucursal de los norteamericanos.

Por supuesto que la UE  pierde con el Brexit.  El Reino Unido es una potencia nuclear y un miembro permanente del Consejo de Seguridad. Nunca puso esos títulos al servicio de la UE, pero se podía pensar que podía llegar a  ponerlos. Y sobre todo, el mercado interior se reducirá sensiblemente, así como la cooperación en seguridad y defensa; tal vez la UE compense las pérdidas con más cohesión e integración (con el permiso de los Estados miembros del Este).

También perderán los ciudadanos respectivos, residentes en uno y otro lado del Canal (unos 300.000 británicos en España, unos 140.000 españoles en el Reino Unido), que pasan a ser nacionales de terceros Estados, amparados por acuerdos, pero siempre pendientes de interpretaciones y de reciprocidad.

El Brexit habrá sido un fenómeno singular ceñido al caso británico, y no ha tenido imitadores ni defensores entre los Estados miembros, sino que, por el contrario, la UE se ha mostrado sólida, unida y firme en las negociaciones con el RU. Ha sido, eso sí, un éxito del nacionalpopulismo británico que ha dado un espectáculo deplorable de mitos, falsedades, soberbia, incompetencia, nostalgia de un pasado cierto o inventado y supremacía infundada. Los nacionalpopulismos sólo se distinguen por el tamaño, imperial en el caso británico, provinciano, por ejemplo, en el caso del  secesionismo catalán.

Por fin, para descanso de todos, el RU se retirará  el 31 de enero de 2020 de las instituciones europeas, y también inevitablemente un poco de Europa,  después de 47 años y 30 días de permanencia, tres solicitudes de adhesión, tres referéndums (1972, ratificación del tratado de adhesión por 68,31% de  votos favorables, 1975, ratificación de la permanencia por 67,1% y 2016, el  Brexit por 51,9%) y la caída de cuatro premier conservadores (Margaret Thatcher, John Mayor, David Cameron y Teresa May). Ningún otro Estado miembro  habrá tenido una relación tan agitada con la Europa institucional.

Queda por lamentar la frustración y la soledad de los 16,141.241 británicos que votaron a favor de la permanencia y  que hoy, probablemente, estarían acompañados de muchos más. Quizás si “aprietan”, eso que ahora está tan de moda, consigan que el RU, o lo que quede de él, solicite de nuevo la adhesión, aunque parece improbable. Si la UE fracasase, la adhesión no interesaría a nadie. Si la UE prosigue su éxito será porque ha profundizado la integración jurídica y política, lo cual es, precisamente, lo que rechazan de plano  los brexiters.