Artículo de opinión de Andrea Rodés
La lista interminable
"Según una psicóloga, la persona que precrastina 'necesita realizar rápidamente las tareas de su lista, sin pararse, por ejemplo, a discernir lo urgente de lo importante'”
Hace poco me encontré en la papelería del pueblo con un antiguo compañero del cole, Sergi, con quien compartí aula desde cuarto a octavo de EGB. Cuando entró por la puerta estaba intentando convencer a mi hijo de que era mejor comprar una revista infantil de animales salvajes que otro juguetito tonto. “Intento culturizarlo como puedo”, le dije a Sergi. Él se rió, y después me soltó “con lo empollona que eras tú, no me preocuparía”.
Es verdad que durante muchos años fui una empollona de campeonato. Pero era una empollona simpática, de las que siempre dejaba copiar en los exámenes y no decía eso de “ay, me ha ido fatal el examen” para luego sacar un sobresaliente. Ese tipo de empollones daba más rabia.
Lo que a mí me pasaba, por una parte, es que tenía una gran capacidad de concentración —debido a que oía mal, me parece— y mi cerebro retenía los conceptos nuevos sin demasiado esfuerzo. Por otra parte, tenía —y sigo teniendo— una fuerte aversión a la procrastinación: no soporto tener tareas pendientes, especialmente aquellas que me parecen engorrosas y aburridas, es decir, casi todas las que tienen que ver con temas domésticos, estudiar, organizar o trabajar en proyectos que no me motivan. Me acuerdo de que, los viernes, cuando llegaba a casa del cole, procuraba sacarme de encima los deberes, y así no tener que arrastrar la carga mental de tener que hacerlos durante todo el fin de semana.
Ahora, de mayor, más de lo mismo, o peor. Esta semana, sin ir más lejos, ha sido una maratón de terminar “deberes” para la maldita UOC, una universidad a distancia que concibe las asignaturas como o gincanas digitalo-burocráticas donde el principal reto es seguir paso a paso la guía de instrucciones indicadas por el profesor. Cualquier intento de creatividad o de ir por libre es garantía de suspenso.
Mis maratones son a menudo innecesarias: como tener entregas pendientes me provoca estrés mental, en los trabajos de grupo avanzo por mi cuenta o los termino sin que nadie me lo pida. Si es pasada medianoche y aún no he terminado una actividad, me resisto a dejarla a medias, aunque falten diez días para la entrega.
En la vida diaria tampoco llevo bien las tareas pendientes. Si hay que comprar un regalo de Navidad al profesor y en el grupo de padres nadie toma la iniciativa, lo hago yo: un asunto menos en mi lista de por hacer. Si hay que ir a cenar con mis hermanos la semana que viene, reservo en tres o cuatro restaurantes para no tener que pensar en el tema en el último minuto. Si me encargan un libro para de aquí a seis meses, empiezo a investigar ese mismo día. El objetivo: liberarme de temas que no considero ociosos ni placenteros lo antes posible. El coste: muchas veces me precipito, voy demasiado embalada, y las cosas no me salen tan bien como podrían.
“¿Estaré chalada o es que tendría que haber sido secretaria?”, le pregunté a un amigo mientras le contaba todo esto. Resulta que mi conducta responde a un fenómeno acuñado en 2014 por el psicólogo David Rosenbaum, investigador de la Universidad de Pennsylvania: precastinación. “El fenómeno consiste en la necesidad compulsiva de realizar todas las tareas pendientes antes de que realmente sea necesario, aunque esto signifique un esfuerzo adicional”, explica la psicóloga Eva María Rodríguez, del Centro de Psicología Vitei (Ferrol, a Coruña), a la revista SModa. Según esta profesional, la persona que precrastina “necesita realizar rápidamente las tareas de su lista, sin pararse, por ejemplo, a discernir lo urgente de lo importante, valorar el esfuerzo necesario, el momento o los recursos disponibles”.
Creo que mi caso no es tan exagerado —sé discernir la importancia y urgencia de cada asunto — pero le doy la razón en que precrastinar es para mí una forma de dejar de sentir ansiedad o angustia de forma puntual.
“La precrastinación implica tomar una decisión basada en qué nos haría sentirnos mejor en ese momento en vez de pensar en qué nos interesaría o beneficiaría a largo plazo”, señala en el mismo artículo Juan Carlos Fernández Rodríguez, profesor del Grado en Psicología de la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR). No solo no hace falta responder a un WhatsApp o a un email en el momento en que lo recibimos, sino que toda “esa energía podríamos destinarla a cuestiones más importantes y complejas”, añade el experto. Cuánta razón. Cuantas metidas de pata me habría ahorrado.